El tabú de la virginidad 1918-003/1929.es
  • S.

    111
    El tabú de la virginidad.

    Entre las peculiaridades de la vida sexual de los pue-
    blos primitivos, no hay ninguna tan ajena a nuestros sen-
    timientos como su valoración de la virginidad. Para nos-
    otros, el hecho de que el hombre conceda un supremo
    valor a la integridad sexúal de su pretendida, es algo tan
    natural e indiscutible, que al intentar aducir las razones en
    que fundamos un tal juicio, pasamos por un momento de
    perplejidad. Pero no tardamos en advertir que la demanda
    de que la mujer no lleve al matrimonio el recuerdo del co-
    mercio sexual con otro hombre, no es sino una ampliación
    consecuente del derecho exclusivo de propiedad que cons-
    tituye la esencia de la monogamia, una extensión de este
    monopolio al pretérito de la mujer. |

    Sentado esto, no nos es ya difícil justificar lo que antes
    hubo de parecernos un prejuicio nacido de nuestras opi-
    niones sobre la vida erótica femenina. El hombre que ha
    sido el primero en satisfacer los deseos amorosos de la
    mujer, trabajosamente refrenados durante largos años,
    habiendo tenido que vencer previamente las resistencias
    creadas en ella por la educación y el medio ambiente, es
    el que ella conduce a una asociación duradera, cuya posi-
    bilidad excluye para los demás. Sobre este hecho como
    base, se establece, para la mujer, una servidumbre que
    garantiza su posesión ininterrumpida y la otorga capacidad
    de resistencia contra nuevas impresiones y tentaciones.

    pec

  • S.

    PPOI.F.PPEUD

    La expresiôn «servidumbre sexual» fué elegida en
    1892, por Krafft-Ebing (1), para designar el hecho de que
    una persona pueda llegar a depender en un grado extra-
    ordinario, de otra con la que mantiene relaciones sexua-
    les. Esta servidumbre puede alcanzar algunas veces, ca-
    racteres extremos, llegando a la pérdida de toda voluntad
    propia y al sacrificio de los mayores intereses personales.
    Ahora bien; el autor no olvida advertir que una cierta me-
    dida de tal servidumbre «es absolutamente necesaria si el
    lazo ha de lograr alguna duración». Esta cierta medida de
    servidumbre sexual es, en efecto, indispensable, como ga-
    rantía del matrimonio, tal y como éste se entiende en los
    países civilizados y para su defensa contra las tendencias
    polígamas que lo amenazan. Entendiéndolo así, nuestra
    sociedad civilizada ha reconocido siempre este importante
    factor.

    Krafft-Ebing hace nacer la servidumbre sexual del en-
    cuentro de un «grado extraordinario de enamoramiento y
    debilidad de carácter», por un lado, con un ilimitado egoís-
    mo por otro. Pero la experiencia analítica no nos permite
    satisfacernos con esta sencilla tentativa de explicación.
    Puede comprobarse más bien, que el factor decisivo es la
    magnitud de la resistencia sexual vencida, y secundaria-
    mente, la concentración y la unicidad del proceso que
    culminó en tal victoria. La servidumbre es, así, más fre-
    cuente e intensa en la mujer que en el hombre, si bien
    este último parece actualmente mucho más propenso a
    ella que en la antigiiedad. En aquellos casos en los que
    hemos podido estudiar la servidumbre en sujetos masculi-
    nos, hemos comprobado que constituía la consecuencia de
    unas relaciones eróticas en las que una mujer determinada
    había logrado vencer la impotencia psíquica del sujeto, el

    (D Krafft-Ebing: Bemerkungen ueber «geschlechtliche Hoerig-
    keit» und Masochismus. (Jahrbuecher fuer Psychiatrie, X Bd. 1892).

    CA ー

  • S.

    E«s«yo.5.79015«7924

    cual permaneciô ya ligado a ella desde aquel momento.
    Muchos matrimonios singulares y algunos trágicos desti-
    nos—a veces de muy amplias consecuencias—parecen
    explicarse por este origen de la fijación erótica a una
    mujer determinada.

    Volviendo a la mencionada conducta de los pueblos
    primitivos, habremos de hacer constar, que sería inexacto
    describirla diciendo que no dan valor alguno a la virgini-
    dad, y aduciendo, como prueba, su costumbre de hacer
    desflorar a las adolescentes fuera del matrimonio y antes
    del primer coito conyugal. Muy al contrario, parece que
    también para ellos constituye el desfloramiento un acto
    importantísimo, pero que ha llegado a ser objeto de un
    tabú, esto es, de una prohibición de carácter religioso. En
    lugar de reservarlo al prometido y futuro marido de la
    adolescente, la costumbre exige que el mismo eluda
    una tal función (1).

    No está en mi ánimo reunir todos los testimonios lite-
    rarios de la existencia de esta prohibición moral, ni perse-
    guir su difusión geográfica y enumerar todas las formas
    en que se manifiesta. Me limitaré, pues, a hacer constar,
    que esta perforación del himen fuera del matrimonio ulte-
    rior, es algo muy difundido entré los pueblos primitivos
    hoy en día existentes. Crawley dice a este respecto (2):
    This marriage ceremony consists in perforation of the
    hymen by some appointed person other than the husband;
    it is most common in the lowest stages of culture, espe-
    cially in Australia.

    Ahora bien; si el desfloramiento no ha de ser realiza-
    do en el primer coito conyugal, habrá de tener efecto

    (1) Crawley: The mystic rose, a study of primitive marriage,
    Londres, 1902; Bartels-Ploss: Das Weib in der Natur-und Voelker-
    kunde, 1891; Frazer: Taboo and the perils of the soul; Havelock
    Ellis: Studies in the psychology of sex.

    (2) Le, pág. 347.

    — 101 —

  • S.

    PPOF.«I.FFE»D

    por alguien y en alguna forma—antes del mismo. Citare-
    mos algunos pasajes de la obra de Crawley que nos ilus-
    tran sobre esta cuestiôn, dåndonos, ademås, margen para
    algunas observaciones criticas.

    Página 191: «Entre los dieri y algunas tribus vecinas
    (Australia), es costumbre general proceder a la rotura del
    himen al llegar las jóvenes a la pubertad. En las tribus de
    Portland y Glenelg, se encomienda esta función a una an-
    ciana, acudiéndose también, a veces, en demanda de tal
    servicio, a los hombres blancos.»

    Página 307: «La rotura artificial del himen es verifica-
    da algunas veces en la infancia, pero más generalmente
    en la pubertad... Con frecuencia, aparece combinada
    —como en Australia—con un coito ceremonial.»

    Página 348: (Con referencia a ciertas tribus australia-
    nas en las que se observan determinadas limitaciones
    exógamas del matrimonio.) «El himen es perforado artifi-
    cialmente y los hombres que han asistido a la operación
    realizan después el ceito (de carácter ceremonial) con la
    joven, conforme a un orden de sucesión preestablecido...
    El acto se divide, pues, en dos partes: perforación y
    coito.»

    Pagina 349: «Entre los masais (Africa ecuatorial), la
    práctica de esta operación es uno de los preparativos más
    importantes del matrimonio. Entre los sacais (malayos),
    los tatas (Sumatra) y los alfoes (Islas Celebes), la desflo-
    ración es llevada a cabo por el padre de la novia. En las
    islas Filipinas, existían hombres que tenían por oficio des-
    florar a las novias cuando éstas no lo habían sido ya, en
    su infancia, por una anciana encargada de tal función. En
    algunas tribus esquimales, se abandona la desfloración de
    la novia al <angekok> o sacerdote.>

    Las observaciones críticas antes anunciadas se refieren
    a dos puntos determinados. Es de lamentar, en primer lu-
    gar, que en los datos transcritos no se distinga más preci-

    ー 102 —

  • S.

    s«s«yos.tsos-lps«

    samente entre la mera destrucción del himen, sin coito, y
    el coito realizado con tal fin. Sólo en un lugar se nos dice
    explícitamente, que el acto se divide en dos partes, el des-
    floramiento (manual o instrumental) y el acto sexual inme-
    diato. El rico material aportado por Bartel-Ploss nos es de
    escasa utilidad para nuestros fines, por atenerse, casi ex-
    clusivamente, al resultado anatómico del desfloramiento,
    desatendiendo su importancia psicológica. En segundo lu-
    gar, quisiéramos que se nos explicara en qué se diferen-
    cia el coito «ceremonial» (puramente formal, solemne,
    oficial) realizado en estas ocasiones, del coito propiamen-
    te dicho. Los autores que he podido consultar han sido,
    quizá, demasiado pudorosos para entrar en más explicacio-
    nes o no han visto tampoco la importancia psicológica de
    tales detalles sexuales. Es de esperar que los relatos origi-
    nales de los exploradores y misioneros sean más explícitos
    e inequívocos, pero no siéndome de momento accesible
    esta literatura, extranjera en su mayor parte, no puedo ase-
    gurar nada sobre este punto. Además, las dudas a él refe-
    rentes pueden desvanecerse con la reflexión de que un
    coito aparente, ceremonial, no sería sino la sustitución del
    coito completo, llevado a cabo en épocas pretéritas (1).
    Para la explicación de este tabú de la virginidad pode-
    mos acogernos a diversos factores que expondremos rápi-
    damente. El desfloramiento de las jóvenes provoca, por 0
    general, efusión de sangre. Una primera tentativa de ex-
    plicacién puede, pues, basarse en el horror de los primiti-
    vos a la sangre, considerada por ellos como esencia de la
    vida. Este tabú de la sangre aparece probado por múltiples
    preceptos ajenos a la sexualidad. Se enlaza, evidentemen-
    te, a la prohibición de matar, y constituye una defensa

    (1) En muchos otros ceremoniales de este orden está compro-
    bado que la novia es entregada totalmente a personas distintas del
    novio, por ejemplo, a sus acompañantes (los «garçons d'honneur»,
    de nuestras costumbres europeas).

    Prve

  • S.

    P REZO ‏היאד‎ .( 9 U

    contra la sed de sangre de los hombres primitivos y sus
    instintos homicidas. Esta interpretación enlaza el tabú de
    la virginidad al tabú de la menstruación, observado casi
    sin excepciones. Para el primitivo, el enigmático fenôme-
    no del sangriento flujo mensual se une inevitablemente a
    representaciones sádicas. Interpreta la menstruación—so-
    bre todo la primera—como la mordedura de un espíritu
    animal y quizá como signo del comercio sexual con él. Al-
    gunos relatos permiten reconocer en este espíritu el de
    un antepasado, Ilevåndonos a deducir, con ayuda de otros
    hechos (1), que las adolescentes son consideradas, duran-
    te el período, como propiedad de dicho antepasado, reca-
    yendo así sobre ellas, en tales días, un riguroso tabú.

    Mas por otra parte, nos parece aventurado conceder
    demasiada influencia a este horror de los primitivos ala
    efusión de sangre, pues, en definitiva, no ha logrado des-
    terrar otros usos practicados por los mismos pueblos—la
    circuncisión masculina y la femenina, mucho más cruenta
    (excision del clítoris y de los pequeños labios) —ni anular
    la validez de un ceremonial en el que también se derrama
    sangre. No sería, pues, de extrañar, que el horror a la efu-
    sión de sangre hubiese sido también superado con relación
    al primer coito, en favor del marido.

    Otra segunda explicación, ajena también a lo sexual,
    presenta una mayor generalidad, y consiste en afirmar que
    el primitivo es víctima de una constante disposición ala
    angustia, idéntica a la que nuestras teorías psicoanalíticas
    atribuyen a los neuróticos. Esta disposición a la angustia
    alcanzará máxima intensidad en todas aquellas ocasiones
    que se aparten de lo normal, trayendo consigo algo nuevo,
    inesperado, incomprensible o inquietante. De aquí proce-
    den también aquellos ceremoniales incorporados a religio-

    (1) Cf. Freud: «Totem y tabú», tomo VIII de esta edición caste-
    Пала,
    e

  • S.

    ENSAY08.1YAs-192(

    nes muy ulteriores. y enlazados a la iniciaciôn de todo
    asunto nuevo, al comienzo de cada periodo de tiempo y a
    las primicias del hombre, el animal o el vegetal. Los peli-
    gros de que el sujeto angustiado se cree amenazado
    alcanzan en su änimo temeroso, su més alto grado, al
    principio de la situaciôn peligrosa, siendo entonces cuan-
    do debe buscar una defensa contra ellos. La significacion
    del primer coito conyugal justifica plenamente la adopciôn
    previa de medidas de defensa. Las dos tentativas de ex-
    plicación que preceden—la del horror a la efusión de san-
    gre y la de la angustia ante todo acto primero —no se con-
    tradicen. Por el contrario, se prestan mucho refuerzo. El
    primer acto sexual es ciertamente un acto inquietante,
    tanto más cuanto que provoca efusión de sangre.

    Una tercera explicación—la preferida por Crawley—
    advierte que el tabú de la virginidad pertenece a un am-
    plio conjunto que abarca toda la vida sexual. El tabú no
    recae tan sólo sobre el primer coito, sino sobre el comer-
    cio sexual en general. Casi podría decirse que la mujer
    es tabú en su totalidad. No lo es únicamente en las situa-
    ciones derivadas de su vida sexual: la menstruación, el
    embarazo, el parto y el puerperio. También fuera de ellas
    pesan sobre el comercio con la mujer tántas y tan severas
    restricciones, que no es posible sostener ya la pretendida
    libertad sexual de los salvajes. Es indiscutible, que en
    ciertas ocasiones, la sexualidad de los primitivos se sobre-
    pone a toda coerción, pero ordinariamente se nos muestra
    restringida por diversas prohibiciones y preceptos, más
    estrechamente aún que en las civilizaciones superiores. En
    cuanto el hombre inicia alguna empresa especial, una par-
    tida de caza, una expedición guerrera o un viaje, debe
    mantenerse alejado de la mujer. La infracción de este
    precepto paralizaría sus fuerzas y le conduciría al fracaso.
    También en los usos cotidianos se transparenta una ten-
    dencia a la separación de los sexos. Las mujeres y los

    — 105 —

  • S.

    PFAF..5.P»E»D

    hombres viven en grupos separados. En muchas tribus,
    no existe apenas algo semejante a nuestra vida de fami-
    lia. La separaciôn llega hasta el punto de estar prohibido
    a cada sexo pronunciar los nombres de las personas de
    sexo contrario, poseyendo las mujeres un vocabulario es-
    pecial. La necesidad sexual rompe, naturalmente, de con-
    tinuo, estas barreras, pero existen aûn algunas tribus, en
    las cuales la uniôn sexual de los esposos ha de celebrarse
    fuera de la casa y en secreto.

    Alli donde el primitivo ha establecido un tabú, es por-
    que temía un peligro, y no puede negarse que en todos
    estos preceptos de aislamiento se manifiesta un temor
    fundamental a la mujer. Este temor se basa, quizá, en que
    la mujer es muy diferente del hombre, mostrándose siem-
    pre incomprensible, enigmática, singular y, por todo ello,
    enemiga. El hombre teme ser debilitado por la mujer,
    contagiarse de su feminidad y mostrarse luego incapaz de
    hazañas viriles. El efecto enervante del coito, puede ser
    muy bien el punto de partida de un tal temor, a cuya difu-
    sión contribuiría luego la percepción de la influencia ad-
    quirida por la mujer sobre el hombre al cual se entrega.
    En todo esto no hay ciertamente nada que no subsista
    aún entre nosotros.

    En opinión de muchos autores, los impulsos eróticos
    de los primitivos son relativamente débiles y no alcanzan
    jamás las intensidades que acostumbramos a comprobar
    en la humanidad civilizada. Otros han discutido este jui-
    cio, pero de todos modos, los usos tabú enumerados tes-
    timonian de la existencia de un poder que se opone al
    amor, rechazando a la mujer, por considerarla extraña y
    enemiga.

    En términos muy análogos a los psicoanalíticos, des-
    cribe Crawley, que entre los primitivos, cada individuo se
    diferencia de los demás por un «taboo of personal isola-
    tión», fundando precisamente en estas pequeñas diferen-

    ie

  • S.

    EUSAYOF.7906-792(

    cias, dentro de una general afinidad, sus sentimientos de
    individualidad y hostilidad. Seria muy atractivo proseguir
    el desarrollo de esta idea y derivar de este «narcisismo de
    las pequeñas diferencias» la hostilidad que, en todas las
    relaciones humanas, vemos sobreponerse a los sentimien-
    tos de confraternidad, derrocando el precepto general de
    amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. La psi-
    coanálisis cree haber adivinado una parte principalisima
    de los fundamentos en que se basa la repulsa narcisista
    de la mujer, refiriendo tal repulsa al complejo de la cas-
    tración y a su influencia sobre el juicio estimativo de la
    mujer.

    Pero con estas últimas reflexiones nos hemos alejado
    mucho de nuestro tema. El tabú general de la mujer no
    arroja luz ninguna sobre los preceptos especiales referen-
    tes al primer acto sexual con una mujer virgen. En este
    punto, hemos de acogernos a las dos primeras explicacio-
    nes expuestas—el horror a la efusión de sangre y el temor
    a todo acto inicial—e incluso hemos de reconocer, que
    tales explicaciones no penetran tampoco hasta el nódulo
    del precepto tabú que nos ocupa. Este precepto se basa
    evidentemente en la intención de negar o evitar,
    precisamente al ulterior marido, algo
    que se considera inseparable del primer acto sexual, aun-
    que de dicho acto hubiera de derivarse, por otro lado, y
    según nuestra observación inicial, una ligazón particular-
    mente intensa de la mujer a la persona del marido.

    No entra esta vez en nuestros planes examinar el ori-
    gen y la última significación de los preceptos tabú. Lo
    hemos hecho ya en nuestro libro «Totem y tabú> (1), en
    el que señalamos, como condición de la génesis del tabú,
    la existencia de una ambivalencia original, y vimos el ori-
    gen del mismo en los sucesos prehistóricos que condujeron

    (1) Véase el tomo VIII de esta edición castellana.
    — 107 —

  • S.

    PPOP,«S.PFE»D

    a la formacion de la familia. En los usos tabi actualmente
    observados entre los primitivos, no puede ya reconocerse
    una tal significaciôn inicial. Al querer hallarla todavia, ol-
    матов demasiado fácilmente, que también los pueblos
    más primitivos viven hoy en una civilización muy distante
    de la prehistórica, una civilización tan antigua como la
    nuestra y que, como ella, corresponde a un estadio avan-
    zado, si bien distinto, de la evolución.

    En los primitivos actuales, encontramos ya el tabú
    desarrollado hasta formar un artificioso sistema, compara-
    ble al que nuestros neuróticos construyen en sus fobias,
    sistema en el cual los motivos antiguos han sido substi-
    tufdos por otros nuevos. Dejando a un lado los problemas
    genéticos antes apuntados, volveremos, pues, a nuestra
    conclusión de que el primitivo establece un tabú allí donde
    teme un peligro. Este peligro es, generalmente considera-
    do, de carácter psíquico, pues el primitivo no siente la
    menor necesidad de llevar aquí a efecto, dos diferencia-
    ciones que a nosotros nos parecen ineludibles. No separa
    el peligro material, del psíquico, ni el real del imaginario.
    En su concepción del universo, consecuentemente ani-
    mista, todo peligro procede de la intención hostil de un
    ser dotado, como él, de un alma, y tanto el peligro que
    amenaza por parte de una fuerza natural, como los que
    provienen de animales feroces o de otros hombres. Mas,
    por otro lado, acostumbra también a proyectar sus propios
    impulsos hostiles sobre el mundo exterior, esto es, a atri-
    buirlos a aquellos objetos que le disgustan o siente, sim-
    plemente, extraños a él. De este modo, considera tam-
    bién a la mujer como una fuente de peligros, y ve en el
    primer acto sexual con una de ellas, un peligro especial-
    mente amenazador.

    Una detenida investigación de la conducta de la mujer
    civilizada contemporánea en las circunstancias a las que
    nos venimos refiriendo, puede proporcionarnos, quizá, la

    SAD

  • S.

    s»s«1f0-s.790t5-192(s

    explicaciön del temor de los primitivos a un peligro con-
    comitante a la iniciacién sexual. Anticipando los resulta-
    dos de esta investigación, apuntaremos que tal peligro
    existe realmente, resultando así, que el primitivo se de-
    fiende, por medio del tabú de la virginidad, de un peligro
    acertadamente sospechado, si bien meramente psíquico.

    La reacción normal al coito nos parece ser que la mu-
    jer, plenamente satisfecha, estreche al hombre entre sus
    brazos, y vemos en ello una expresión de su agradeci-
    miento y una promesa de su duradera servidumbre. Pero
    sabemos también, que el primer coito no tiene, por lo re-
    gular, tal consecuencia. Muy frecuentemente, no supone
    sino un desengaño para la mujer, que permanece fría e in-
    satisfecha y precisa, por lo general, de algún tiempo y de
    la repetición del acto sexual, para llegar a encontrar en él
    plena satisfacción. Estos casos de frigidez meramente ini-
    cial y pasajera, constituyen el punto de partida de una se-
    rie gradual, que culmina en aquellos otros, lamentables,
    de frigidez perpetua, contra la cual se estrellan todos los
    esfuerzos amorosos del marido. A mi juicio, esta frigidez
    de la mujer no ha sido bien comprendida aún y, salvo en
    aquellos casos en los que ha de ser atribuída a una insufi-
    ciente potencia del marido, demanda una explicación que,
    quizá podamos aportar examinando los fenómenos que le
    son afines.

    Entre tales fenómenos no quisiéramos integrar la fre-
    cuentísima tentativa de fuga ante el primer coito, pues ta-
    les tentativas distan mucho de ser unívocas, y sobre todo,
    han de interpretarse, siquiera en parte, como expresión
    de la tendencia femenina general a la defensa. En cambio,
    creo que ciertos casos patológicos pueden arrojar alguna
    luz sobre el enigma de la frigidez femenina. Me refiero a
    aquellos casos en los que después del primer coito e in-
    cluso después de cada uno de los sucesivos, da la mujer
    franca expresión a su hostilidad contra el marido, insultán-

    — 109 —

  • S.

    ャ ROR a ES 8 RT GERA き

    dole, amenazándole o llegando, incluso, a golpearle. En
    un definido caso de este género, que pude someter a un
    minucioso análisis, sucedía esto, a pesar de que la mujer
    amaba tiernamente a su marido, siendo, a veces, ella mis-
    ma la que le incitaba a realizar el coito y encontrando en
    €l innegable e intensa satisfacción. A mi juicio, esta sin-
    gular reacción contraria es un resultado de aquellos mis-
    mos impulsos que en general sólo consiguen manifestarse
    bajo la forma de frigidez sexual, logrando coartar la reac-
    ción amorosa, pero no imponer sus fines propios. En los
    casos patológicos, aparece disociado en sus dos compo-
    nentes, aquello que en la frigidez, mucho más frecuente,
    se asocia para producir una inhibición, análogamente a
    como sucede, según sabemos hace ya largo tiempo, en
    ciertos síntomas de la neurosis obsesiva. Así, pues, el pe-
    ligro oculto en el desfloramiento de la mujer sería el de
    atraerse su hostilidad, siendo precisamente el marido
    quien mayor interés debe tener en eludir tal hostilidad.

    El análisis nos revela, sin gran dificultad, cuáles son
    los impulsos femeninos que originan esta conducta para-
    dójica en la que esperamos hallar la explicación de la fri-
    gidez. El primer coito pone en movimiento una serie de
    impulsos contrarios a la emergencia de la disposición fe-
    menina deseable, algunos de los cuales no habrán de sur-
    gir ya obligadamente en las ulteriores repeticiones del
    acto sexual. Recordaremos aquí, ante todo, el dolor pro-
    vocado por el desfloramiento, e incluso nos inclinaremos
    a atribuirle carácter decisivo y a prescindir de buscar
    otros. Pero no tardamos en darnos cuenta de que, en
    realidad, no puede atribuirse al dolor tan decidida impor-
    tancia, debiendo más bien substituirlo por la ofensa narci-
    sista concomitante siempre a la destrucción de un órgano.
    Tal ofensa encuentra, precisamente en este caso, una re-
    presentación racional en el conocimiento de la disminución
    del valor sexual de la desflorada. Los usos matrimoniales

    — 110 —

  • S.

    E Mislav aa Ma au MRI

    de los primitivos previenen, pues, contra esta supervalo-
    raciôn. Hemos visto que, en algunos casos, el ceremonial
    consta de dos partes, y que al desgarramiento del himen,
    llevado a cabo con la mano o con un instrumento, sucede
    un coito oficial ‏ס‎ simulado, con los camaradas o testigos
    del marido. Ello nos demuestra que el sentido del precep-
    to tabå no queda atin plenamente cumplido con la evita-
    ciôn del desfloramiento anatémico y que el peligro de que
    se debe librar al esposo no reside tan sólo en la reacción
    de la mujer al dolor del primer contacto sexual.

    Otra de las razones que motivan el desengaño produ-
    cido por el primer coito, es su imposibilidad de procurar a
    la mujer, por lo menos a la mujer civilizada, todo lo que
    de él se prometía. Para ella, el comercio sexual se hallaba
    enlazado hasta aquel momento, a una enérgica prohibición,
    y al desaparecer ésta, el comercio sexual legal hace el
    efecto de algo muy distinto. Este último enlace preexis-
    tente entre las ideas de «actividad sexual» y «prohibición»
    se transparenta casi cómicamente en la conducta de mu-
    chas novias, que ocultan sus relaciones amorosas a todos
    los extraños e incluso a sus mismos padres, aun en aque-
    llos casos en los que nada justifica tal secreto, ni es de
    esperar oposición alguna. Tales jóvenes declaran franca-
    mente que el amor pierde para ellas mucha parte de su
    valor al dejar de ser secreto. Esta idea adquiere en oca-
    siones tal predominio, que impide totalmente el desarrollo
    del amor en el matrimonio y la mujer no recobra ya su
    sensibilidad amorosa si no es en unas relaciones ilícitas y
    rigurosamente secretas, en las cuales se siente segura de
    su propia voluntad, no influída por nada ni por nadie.

    Sin embargo, tampoco este motivo resulta suficiente-
    mente profundo. Depende, además, de condiciones es-
    trictamente culturales y no parece poder enlazarse, sin
    violencia, a la situación de los primitivos. En cambio, exis-
    te aún otro factor, basado en la historia evolutiva de la

    ~~ 111 ~~

  • S.

    し ⑳ EPO TÉL GERE RE OO

    libido, que nos parece presentar méxima importancia. La
    investigacion analitica nos ha descubierto la regularidad
    de las primeras fijaciones de la libido y su extraordinaria
    intensidad. Tråtase aqui, de deseos sexuales infantiles
    tenazmente conservados, y en la mujer, por lo general,
    de una fijación de la libido al padre o a un hermano, suce-
    dáneo de aquél, deseos orientados, con gran frecuencia,
    hacia fines distintos del coito o que sólo lo integran como
    fin vagamente reconocido. El marido es siempre, por de-
    cirlo así, un substituto. En el amor de la mujer, el primer
    puesto lo ocupa siempre alguien que no es el marido; en
    los casos típicos el padre, y el marido, a lo más, el segun-
    do. De la intensidad y del arraigo de esta fijación depen-
    de que el substituto sea o no rechazado como insatisfacto-
    rio. La frigidez se incluye, de este modo, entre las condi-
    ciones genéticas de la neurosis. Cuanto más poderoso es
    el elemento psíquico en la vida de una mujer, mayor re-
    sistencia habrá de oponer la distribución de su libido a la
    conmoción provocada por el primer acto sexual y menos po-
    derosos resultarán los efectos de su posesión física. La fri-
    gidez emergerá entonces en calidad de inhibición neurótica
    о constituirá una base propicia al desarrollo de otras neuro-
    sis. A este resultado, coadyuva muy importantemente una
    inferioridad de la potencia masculina, por ligera que sea.

    A esta actuación de los primeros deseos sexuales pa-
    rece responder la costumbre seguida por los primitivos al
    encomendar el desfloramiento a uno de los ancianos de la
    tribu o a un sacerdote, esto es, a una persona de carácter
    sagrado, 0, en definitiva, a una substitución del padre. En
    este punto, parece iniciarse un camino que nos lleva hasta
    el tan discutido ius primae noctis de los señores feudales.
    A. J. Storfer sostiene esta misma opinión (1) e interpreta,

    (1) Zur Sonderstellung des Vatermordes, 1911 (Schriften zur
    angewandten Seelenkunde, XII).

    ー 113 ~~

  • S.

    Engyos,19»6-lF-sd

    ademås, la tan difundida instituciön del «matrimonio de
    Tobias» (la costumbre de guardar continencia en las tres
    primeras noches) como el reconocimiento de los privile-
    gios del patriarca, interpretaciôn iniciada antes por 0. G.
    Jung (1). No nos extrafiarå ya encontrar también a los
    idolos entre los subrogados del padre encargados del des-
    floramiento. En algunas regiones de la India, la recién
    casada debia sacrificar su himen a un idolo de madera, y
    según refiere San Agustin, en las ceremonias nupciales
    romanas (¿de su época?) existía igual costumbre, si bien
    mitigada en el sentido de que la novia se limitaba a sen-
    tarse sobre el gigantesco falo del dios Priapo (2).

    Hasta estratos más profundos aún, penetra otro moti-
    vo al que hemos de atribuir el primer lugar en la reacción
    paradójica contra el hombre y cuya influencia se mani-
    fiesta igualmente, a mi juicio, en la frigidez de la mujer.
    El primer coito activa todavía en ésta, otros antiguos im-
    pulsos distintos de los descritos y contrarios, en general,
    a la función femenina.

    Por el análisis de un gran número de mujeres neuróti-
    cas, sabemos que pasan por un temprano estadio en el
    que envidian al hermano el signo de la virilidad, sintién-
    dose ellas desventajadas y humilladas por la carencia
    de miembro ‏ס)‎ más propiamente dicho, por su disminu-
    ción). Para nosotros, esta «envidia del pene» pertenece
    al «complejo de la castración». Si entre lo «masculino» in-
    cluímos el deseo de ser hombres, se adaptará muy bien a
    esta conducta el nombre de «protesta masculina», creado
    por Alf. Adler para elevar este factor a la categoría de
    sustentáculo general de la neurosis. Durante esta fase, no
    ocultan, muchas veces, las niñas, tal envidia, ni la hosti-

    ① Die Bedeutung des Vaters fuer die Schicksal des Einzelnen.
    (Jahrbuch fuer Psychoanalyse, I, 1909.)

    ©) Ploss y Bartels: Das Weib, I, XII, y Dulaure: Des divinités
    génératrices. Paris 1885.

    ー 115 ~~ 8

  • S.

    PROF.F.FEE»D

    lidad en ella basada, y tratan de proclamar su igualdad al
    hermano, intentando orinar de pie, como él. En el caso
    antes citado, de agresiön ulterior al coito, no obstante un
    tierno amor al marido, pude comprobar, que la fase des-
    crita habia existido con anterioridad a la elecciôn de ob-
    jeto. Sôlo después de ella se orientô la libido de la niña
    hacia el padre, substituyéndose el deseo de poseer un
    miembro viril por el de tener un nifio.

    No me sorprendería que en otros casos, siguiera la su-
    cesión temporal de estos impulsos un orden inverso, no
    entrando en acción esta parte del complejo de la castra-
    ción hasta después de realizada la elección de objeto.
    Pero la fase masculina de la mujer, durante la cual envi-
    dia al niño la posesión de un pene, pertenece a un esta-
    dio evolutivo anterior a la elección de objeto y se halla
    más cerca que ella, del narcisismo primitivo.

    No hace mucho, he tenido ocasión de analizar un sueño
    de una recién casada, en el que se transparentaba una
    reacción a su desfloramiento, delatando el deseo de cas-
    trar a su joven marido y conservar en ella su pene. Cabía
    también quizá la interpretación, más inocente, de que lo
    deseado era la prolongación y repetición del acto, pero
    ciertos detalles del sueño iban más allá de este sentido, y
    tanto el carácter, como la conducta ulterior de la sujeto,
    testimoniaban en favor de la primera interpretación.
    Detrás de esta envidia del miembro viril se vislumbra la
    hostilidad de la mujer contra el hombre, hostilidad que
    nunca falta por completo en las relaciones entre los dos
    sexos y de Ja cual hallamos claras pruebas en las aspira-
    ciones y las producciones literarias de las <emancipadas».
    En una especulación paleobiológica, retrotrae Ferenczi
    esta hostilidad de la mujer, hasta la época en que tuvo
    lugar la diferenciación de los sexos. En un principio
    —opina—la cópula se realizaba entre dos individuos idén-
    ticos, uno de los cuales alcanzó un desarrollo más pode-

    — 114 —

  • S.

    E NM SAV OSI g SOA: NR RIGE

    roso y obligó al otro, más débil, a soportar la unión se-
    xual. El rencor, originado por esta subyugación perduraría
    aún hoy en la disposición actual de la mujer. Por mi parte,
    nada encuentro que reprochar a esta clase de especula-
    ciones, siempre que no se llegue a concederles un valor
    superior al que pueden alcanzar,

    Despúés de esta enumeración de los motivos de la pa-
    radójica reacción de la mujer al desfloramiento, continua-
    da en la frigidez, podemos concluir, resumiendo, que la
    insatisfacción sexual de la mujer descarga sus reacciones
    sobre el hombre que la inicia en el acto sexual. El tabú
    de la virginidad recibe así un preciso sentido, pues nos
    explicamos muy bien la existencia de un precepto enca-
    minado a librar precisamente de tales peligros al hombre
    que va a iniciar una larga convivencia con la mujer. En
    grados superiores de cultura, la valoración de estos peli-
    gros ha desaparecido ante la promesa de la servidumbre
    y seguramente ante otros diversos motivos y atractivos;
    la virginidad es considerada como una dote a la cual no
    debe renunciar el hombre. Pero el análisis de las pertur-
    baciones del matrimonio nos enseña que los motivos que
    impulsan a la mujer a tomar venganza de su desflora-
    miento, no se han extinguido tampoco, por completo, en
    el alma de la mujer civilizada. A mi juicio, ha de extrañar
    el observador el extraordinario número de casos en los
    que la mujer permanece frígida en un primer matrimonio
    y se considera desgraciada, y en cambio, disuelto este
    primer matrimonio, ama tiernamente y hace feliz al se-
    gundo marido. La reacción arcaica se ha agotado, por de-
    cirlo así, en el primer objeto.

    No puede tampoco afirmarse, que el tabú de la virgi-
    nidad haya desaparecido por completo en nuestra vida ci-
    vilizada. El alma popular lo conoce y los poetas lo han
    utilizado en sus creaciones. En una de sus comedias nos
    presenta Anzengruber a un joven campesino que renuncia

    ー 115 ~~

  • S.

    DFOF-J.FPEUD

    a casarse con la novia a él destinada, dejåndose conven-
    cer inocentemente por el argumento de que la muchacha
    es «una chicuela que no sabe atin nada de la vida». Per-
    mite, así, su matrimonio con otro y se resigna pensando
    en casarse con ella cuando enviude y no sea ya peligrosa
    para él. El título de esta obra, «El veneno virginal», re-
    cuerda la creencia de que los encantadores de serpientes
    las hacen morder antes en un lienzo, en el que dejan el
    veneno, pudiendo después manejarlas sin peligro (1).
    Una conocida figura dramática, la Judith de la tragedia
    de Hebbel, «Judith y Holofernes», nos ofrece una acabada
    representación del tabú de la virginidad y de gran parte de
    su motivación. Judith es una de aquellas mujeres cuya
    virginidad aparece protegida por un tabú. Su primer mari-
    do, paralizado la primera noche por un enigmático temor,
    no se atrevió ya a aproximarse a ella. «Mi belleza es
    como la de una flor venenosa—dice Judith—. Produce la
    locura y la muerte». Al ver sitiada, luego, su ciudad por el
    caudillo asirio, concibe el plan de seducirle y perderle con
    su hermosura, utilizando así, un motivo patriótico, para
    encubrir otro sexual. Desflorada por el poderoso Holofer-
    nes, orgulloso de su fuerza y de su falta de escrúpulos,
    su indignación le da fuerzas para decapitarle, convirtién-
    dose en libertadora de su pueblo. La decapitación nos es

    (1) También merece citarse aquí, no obstante apartarse algo su
    argumento de la situación descrita, una narración, magistralmente
    concisa, de A. Schnitzler, titulada «El destino del barón de Leisen-
    bogh». El amante de una actriz de amplia experiencia amorosa mal-
    dice, al morir en un accidente, al primer hombre que después la po-
    sea. Durante algún tiempo, la actriz, a quien este tabú crea una es-
    pecie de nueva virginidad, no se resuelve a conceder a nadie sus
    favores. Pero, enamorada de un cantante, encuentra al fin un medio
    de librarse de la maldición, entregándose antes, por una noche, al
    barón de Leisenbogh, que viene solicitándola en vano, muchos años.
    En él se cumple la maldición, y muere súbitamente, al descubrir
    el motivo de su inesperada fortuna amorosa.

    ー 116 ~~

  • S.

    END-lyos.lpos-lss(

    ya conocida como un substitutivo simbólico de la castra-
    ción, y de este modo, Judith es la mujer que castra al
    hombre que la ha desflorado, como sucedía en el sueño
    de mi paciente recién casada, antes mencionado. Hebbel
    sexualizó, intencionadamente, el relato patriótico tomado
    de los libros apócrifos del Antiguo Testamento, en los
    cuales Judith se vanagloria, a su regreso, de no haber sido
    violada. También falta en el texto bíblico todo dato sobre
    su trágica noche nupcial. Pero nuestro autor, con su fina
    sensibilidad de poeta, sospechó, sin duda, el motivo pri-
    mitivo, desvanecido en aquel relato tendencioso, y devol-
    vió al tema todo su contenido original.

    En un excelente análisis, explica I. Sadger cómo el
    propio complejo parental del poeta determinó su elección
    de asunto dramático y por qué en la lucha de los sexos,
    tomó siempre partido por la mujer, sabiendo infundirse en
    sus más ocultos movimientos anímicos (1). Cita igualmen-
    te la motivación que el poeta mismo atribuye a su modifi-
    cación del asunto y la tacha, con razón, de artificiosa,
    considerándola destinada únicamente a justificar, externa-
    mente, y en el fondo, a encubrir, algo inconsciente para
    el propio autor. Nada he de objetar tampoco a la explica-
    ción dada por Sadger al hecho de convertir a Judith, viu-
    da, según el texto bíblico, en viuda virgen. Pero sí añadi-
    ré, que después de fijar el poeta la virginidad de su prota-
    gonista, su penetrante imaginación permaneció ligada a la
    reacción hostil desencadenada por el desfloramiento.

    Podemos, pues, concluir, que el desfloramiento no
    tiene tan sólo la consecuencia cultural de ligar duradera-
    mente la mujer al hombre, sino que desencadena también
    una reacción arcaica de hostilidad contra él, reacción que
    puede tomar formas patológicas, las cuales se manifies-
    tan frecuentemente en fenómenos de inhibición en la

    (1) De la patografia a la psicografía, Imago, I, 1912.

    ー コー

  • S.

    PARTOS ‏שריי‎ N J

    vida erôtica conyugal y a las que hemos de atribuirse
    el que las segundas nupcias resulten, muchas veces,
    més felices que las primeras. El singular tabü de la vir-
    ginidad y el temor con que, entre los primitivos, elu-
    de el marido el desfloramiento, quedan plenamente justifi-
    cados por esta reacciön hostil.

    Resulta muy interesante descubrir en la práctica analí-
    tica, mujeres en las cuales las dos reacciones contrapues-
    tas de servidumbre y hostilidad se manifiestan al mismo
    tiempo y permanecen íntimamente enlazadas. Entre estas
    mujeres, hay algunas que parecen completamente disocia-
    das de sus maridos y que, sin embargo, no pueden desli-
    garse de ellos. Cuantas veces intentan orientar su amor
    hacia otra persona, se lo estorba la imagen del marido al
    que, sin embargo, no aman. El análisis demuestra, en es-
    tos casos, que tales mujeres permanecen ligadas a sus
    maridos por servidumbre, pero no ya por cariño. No lo-
    gran libertarse de ellos, porque no han acabado de ven-
    garse de ellos, y en los casos más extremos, porque ni si-
    quiera se ha hecho aún consciente en su ánimo el impulso

    vengativo.

    ー 118 —