El problema económica del masoquismo 1924-002/1929.es
  • S.

    El problema econ6mico del masoquismo

    1924.

    La aparicién de la tendencia masoquista en la vida ins-
    tintiva humana, plantea, desde el punto de vista econ6mi-
    co, un singular enigma. En efecto, si el principio del pla-
    cer rige los procesos psiquicos, de tal manera que al fin
    inmediato de los mismos es la evitaciôn de displacer y la
    consecución de placer, el masoquismo ha de resultar ver-
    daderamente incomprensible. El hecho de que el dolor y
    el displacer puedan dejar de ser una mera señal de alarma
    y constituir un fin, supone una paralización del principio
    del placer: el guardián de nuestra vida anímica habría sido
    narcotizado.

    El masoquismo se nos demuestra así como un grave
    peligro, condición ajena al sadismo, su contrapartida. En
    el principio del placer nos inclinamos a ver el guardián de
    nuestra existencia misma y no sólo el de nuestra vida aní-
    mica. Se nos plantea, pues, la labor de investigar la rela-
    ción del principio del placer con los dos órdenes de instin-
    tos por nosotros diferenciados—los instintos de muerte y
    los instintos de vida, eróticos (libidinosos) — y no nos será
    posible avanzar en el estudio del problema masoquista an-
    tes de haber llevado a cabo tal investigación.

    En otro lugar (1), hemos presentado el principio que
    rige todos los procesos anímicos como un caso especial

    (1) Véase el estudio titulado «Más allá del principio del placer»
    en el tomo II de esta edición castellana.

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    PPOP.8.FPE»D

    de la tendencia a la estabilidad (Fechner),
    adscribiendo asi al aparato animico la intencién de anular
    la magnitud de excitaciôn a él afluyente o, por lo menos,
    la de mantenerla en un nivel poco elevado. Barbara Low
    ha dado a esta supuesta tendencia el nombre de princi-
    pio del nirvana, denominación que nosotros acep-
    tamos. De momento, identificaremos este principio del nir-
    vana con el principio del placer-displacer. Todo displacer
    habría, pues, de coincidir con una elevación, y todo pla-
    cer, con una disminución, de la excitación existente en lo
    anímico, y por lo tanto, el principio del nirvana (y el prin-
    cipio del placer, que suponemos idéntico) actuaría, por
    completo, al servicio de los instintos de muerte, cuyo fin
    es conducir la vida inestable ala estabilidad del estado
    anorgánico, y su función sería la de prevenir contra las
    exigencias de los instintos de vida de la libido que inten-
    tan perturbar un tal decurso de la vida. Pero esta hipóte-
    sis no puede ser exacta. Ha de suponerse que en la serie
    gradual de las sensaciones de tensión, sentimos direc-
    tamente el aumento y la disminución de las magnitudes de
    estímulo y es indudable que existen tensiones placientes y
    distensiones displacientes. El estado de excitación sexual
    nos ofrece un acabado ejemplo de un tal incremento pla-
    ciente del estímulo, y seguramente no es el único. El placer
    y el displacer no pueden ser referidos, por lo tanto, al au-
    mento y la disminución de una cantidad, a la que denomi-
    namos tensión del estímulo, aunque, desde luego, presen-
    ten una estrecha relación con este factor. Mas no parecen
    enlazarse a este factor cuantitativo, sino a un cierto carác-
    ter del mismo, de indudable naturaleza cualitativa. Ha-
    bríamos avanzado mucho en psicología si pudiéramos in-
    dicar cuál es este carácter cualitativo. Quizá sea el ritmo,
    el orden temporal de las modificaciones, de los aumentos
    y disminuciones de la cantidad de estímulo. Pero no lo sa-
    bemos.
    — 264 —

  • S.

    chsäkcs.lpci-IIZL

    De todos modos, hemos de reparar que el principio
    del nirvana adscrito al instinto de muerte, ha experimen-
    tado en los seres animados, una modificaciôn que lo con-
    virtiô en el principio del placer, y en adelante, evitaremos
    confundir en uno solo, ambos principios. No es dificil adi-
    vinar, siguiendo la orientaciôn que nos marcan estas re-
    flexiones, el poder que impuso tal modificacién. No pudo
    ser sino el instinto de vida, la libido, el cual conquist6, de
    este modo, su puesto, al lado del instinto de muerte, en
    la regulaciôn de los procesos de la vida. Se nos ofrece
    asi, una serie de relaciones muy interesante: el princi-
    pio del nirvana expresa la tendencia del instinto
    de muerte, el principio del placer representa la
    aspiraciôn de la libido; y la modificaciôn de este ultimo
    principio, el principio de la realidad, corres-
    ponde a la influencia del mundo exterior.

    Ninguno de estos principios queda propiamente anu-
    lado por los demås, y en general, coexisten los tres ar-
    ménicamente, aunque en ocasiones hayan de surgir con-
    flictos provocados por la diversidad de sus fines respecti-
    vos, la disminuciôn cuantitativa de la carga de estimulo,
    la constitucion de un caråcter cualitativo de la misma, o el
    aplazamiento temporal de la descarga de estimulos y la
    aceptación provisional de la tensión displaciente.

    Todas estas reflexiones culminan en la conclusión de
    que no es posible dejar de considerar el principio del pla-
    cer como guardiån de la vida.

    Volvamos ahora al masoquismo, el cual se ofrece a
    nuestra observacién en tres formas distintas: como condi-
    cionante de la excitaciôn sexual, como una manifestaciôn
    de la feminidad y como una norma de la conducta vital.
    Correlativamente, podemos distinguir un masoquismo
    erôgeno, femenino y moral. El primero, el masoquismo
    erôgeno, o sea el placer en el dolor, constituye también
    la base de las dos formas restantes; hemos de atribuirle

    se n REN

  • S.

    PER NR VT NED ‏מ‎

    causas biolôgicas y constitucionales y permanece inexpli-
    cable si no nos arriesgamos a formular algunas hipôtesis
    sobre ciertos extremos, harto obscuros. La tercera forma
    del masoquismo, y en cierto sentido la más importante, ha
    sido explicada recientemente, por la psicoandlisis, como
    una conciencia de culpabilidad, inconsciente en la mayor
    parte de los casos, quedando plenamente aclarada y ads-
    crita a los restantes descubrimientos analiticos. Pero la
    forma таз fåcilmente asequible a nuestra observacion es
    el masoquismo femenino, que no plantea grandes proble-
    mas y de cuyas relaciones obtenemos pronto una clara
    visiôn total. Comenzaremos, pues, por él, nuestra expo-
    sición.

    Esta forma del masoquismo en el hombre (al que por
    razones dependiente de nuestro material de observación,
    nos limitaremos) nos es suficientemente conocida por las
    fantasías de sujetos masoquistas (e impotentes, muchas
    veces, a causa de ello), las cuales fantasías culminan en
    actos onanistas, o representan, por sí solas, una satisfac-
    ción sexual. Con estas fantasías coinciden luego, por
    completo, las situaciones reales creadas por los perversos
    masoquistas, bien como fin en sí, bien como medio de
    conseguir la erección y como introducción al acto sexual.
    En ambos casos—las situaciones creadas no son sino la
    representación plástica de las fantasías—, el contenido
    manifiesto consiste en que el sujeto es amordazado, ma-
    niatado, golpeado, fustigado, maltratado en una forma
    cualquiera, obligado a una obediencia incondicional, en-
    suciado o humillado. Mucho más raramente y sólo con
    grandes restricciones, es incluída en este contenido, una
    mutilación. La interpretación más próxima y fácil, es la de
    que el masoquista quiere ser tratado como un niño peque-
    ño, inerme y falto de toda independencia, pero especial
    mente como un niño malo. Creo innecesaria una exposi-
    ción casuística; el material es muy homogéneo y accesible

    RR

  • S.

    ENSÄY05.7906—1924

    a todo observador, incluso a los no analiticos. Ahora bien;
    cuando tenemos ocasiôn de estudiar algunos casos en los
    cuales las fantasias masoquistas han pasado por una ela-
    boraciôn especialmente amplia, descubrimos fåcilmente,
    que el sujeto se transfiere en ellas a una situacion carac-
    teristica de la feminidad: ser castrado, soportar el coito 0
    parir. Por esta razon, he calificado a potiori de fe-
    menina esta forma del masoquismo, aunque muchos de
    sus elementos nos orientan hacia la vida infantil. Mas
    adelante hallaremos una sencilla explicaciôn de esta su-
    perestructuracién de lo infantil y lo femenino. La castra-
    ciön, o la pérdida del sentido de la vista, que puede repre-
    sentarla simbólicamente, deja muchas veces su huella
    negativa en dichas fantasías, estableciendo en ellas la
    condición de que ni los genitales ni los ojos han de sufrir
    daño alguno. (De todas formas, los tormentos masoquis-
    tas no son nunca tan impresionantes como las crueldades
    fantaseadas o escenificadas del sadismo). En el contenido
    manifiesto de las fantasías masoquistas se manifiesta tam-
    bién un sentimiento de culpabilidad al suponerse que el
    individuo correspondiente ha cometido algún hecho puni-
    ble (sin determinar cuál) que ha de ser castigado con do-
    lorosos tormentos. Se nos muestra, aquí, algo como una
    racionalización superficial del contenido masoquista; pero
    detrás de ella se oculta una relación con la masturbación
    infantil. Este factor de la culpabilidad conduce, por otro
    lado, a la tercera forma, o forma moral, del masoquismo.

    El masoquismo femenino descrito reposa por completo
    en el masoquismo primario erógeno, el placer en el dolor,
    para cuya explicación habremos de llevar mucho más
    atrás nuestras reflexiones.

    En mis «Tres ensayos sobre una teoría sexual» y en
    el capítulo dedicado a las fuentes de la sexualidad infantil,
    afirmé que la excitación sexual nace, como efecto secun-
    dario, en toda una serie de procesos internos, en cuanto

    — =

  • S.

    920F.5.F-25·»D

    la intensidad de los mismos sobrepasa determinados limi-
    tes cuantitativos. Puede incluso decirse que todo proceso
    algo importante aporta algån componente a la excitaciôn
    del instinto sexual. En consecuencia, también la excita-
    ‏חסוס‎ provocada por el dolor y el displacer ha de tener una
    tal consecuencia. Esta coexcitaciôn libidinosa en la ten-
    sión correspondiente al dolor o al displacer, seria un me-
    canismo fisiolôgico infantil que desapareceria luego. Va-
    riable en importancia, según la constitución sexual del
    sujeto, suministraria en todo caso la base sobre la cual
    puede alzarse mås tarde, como superestructura psiquica, el
    masoquismo erégeno.

    Esta explicacion nos resulta ya insuficiente, pues no
    arroja luz ninguna sobre las relaciones intimas y regulares
    del masoquismo con el sadismo, su contrapartida en la
    vida instintiva. Si retrocedemos aún más, hasta la hipôte-
    sis de los dos órdenes de instintos que suponemos actúan
    en los seres animados, descubriremos una distinta deriva-
    ción que no contradice, sin embargo, la anterior. La libido
    tropieza en los seres- animados (pluricelulares) con el
    instinto de muerte o de destrucción en ellos dominante,
    que tiende a descomponer estos seres celulares y a con-
    ducir cada organismo elemental al estado de estabilidad
    anorgánica (aun cuando tal estabilidad sólo sea relativa).
    Se le plantea, pues, la labor de hacer inofensivo este ins-
    tinto destructor, y la lleva a cabo, orientándolo, en su
    mayor parte, y con ayuda de un sistema orgánico espe-
    cial, el sistema muscular, hacia fuera, contra los objetos
    del mundo exterior. Tomaría entonces el nombre de ins-
    tinto de destrucción, instinto de aprehensión o voluntad de
    poderío. Una parte de este instinto queda puesta directa-
    mente al servicio de la función sexual, cometido en el que
    realizará una importantísima labor. Este es el sadismo
    propiamente dicho. Otra parte, no colabora a esta trans-
    posición hacia lo exterior, pervive en el organismo y que-

    — 968 一

  • S.

    ENsAy05.1906-1924

    da fijada alli libidinosamente, con ayuda de la coexcita-
    ‏חסוס‎ sexual antes mencionada. En ella hemos de ver el
    masoquismo primitivo erégeno.

    Carecemos por completo de un conocimiento psicol6-
    gico de los caminos y los medios empleados en esta doma
    del instinto de muerte, por la libido. Analiticamente, sólo
    podemos suponer que ambos instintos se mezclan for-
    mando una amalgama de proporciones muy variables.
    No esperaremos, pues, encontrar instintos de muerte o
    instintos de vida, puros, sino distintas combinaciones de
    los mismos. A esta mezcla de los instintos puede corres-
    ponder, en determinadas circunstancias, su separación.
    Por ahora no es posible adivinar qué parte de los instin-
    tos de muerte es la que escapa a una tal doma, ligándose
    a elementos libidinosos.

    Aunque no con toda exactitud, puede decirse que el
    instinto de muerte que actúa en el organismo—el sadismo
    primitivo—es idéntico al masoquismo. Una vez que su
    parte principal queda orientado hacia el exterior y dirigida
    sobre los objetos, perdura en lo interior, como residuo
    suyo, el masoquismo erógeno propiamente dicho, el cual
    ha llegado a ser, por un lado, un componente de la libido,
    pero continúa, por otro, teniendo como objeto el propio
    individuo.

    Asi, pues, este masoquismo sería un testimonio y una
    supervivencia de aquella fase de la formación, en la que
    se formó la amalgama entre el instinto de muerte y el
    Eros, suceso de importancia esencial para la vida. No nos
    asombrará oir, por lo tanto, que en determinadas circuns-
    tancias, el sadismo o instinto de destrucción orientado
    hacia el exterior o proyectado, puede ser vuelto hacia el
    interior, o sea introyectado de nuevo, retornando así, por
    regresión, a su situación anterior. En este caso, producirá
    el masoquismo secundario, que se adiciona al primitivo.

    El masoquismo primitivo pasa por todas las fases evo-

    nt

  • S.

    PFOP·8.FPEUD

    lutivas de la libido y toma de ellas sus distintos aspectos
    psiquicos. El miedo a ser devorado por el animal totémico
    (el padre) procede de la primitiva organizaciôn oral; el
    deseo de ser maltratado por el padre, de la fase sådico-
    anal inmediata; la fase fålica de la organizacion introduce
    en el contenido de las fantasfas masoquistas, la castraciôn,
    mas tarde excluida de ellas, y de la organizaciôn genital
    definitiva se derivan, naturalmente, las situaciones feme-
    ninas, caracteristicas, de ser sujeto pasivo del coito y parir.
    También nos explicamos fåcilmente el importante papel
    desempefiado en el masoquismo por una cierta parte del
    cuerpo humano (las nalgas), pues es la parte del cuerpo
    erôgenamente preferida en la fase sådico-anal, como las
    mamas en la fase oral y el pene en la fase genital.

    La tercera forma del masoquismo, el masoquismo mo-
    ral, resulta, sobre todo, singular, por mostrar una relaciôn
    mucho menos estrecha con la sexualidad. A todos los de-
    mas tormentos masoquistas se enlaza la condicién de que
    provengan de la persona amada y sean sufridos por orden
    suya, limitación que falta en el masoquismo moral. Lo que
    importa es el sufrimiento mismo, aunque no provenga del
    ser amado, sino de personas indiferentes o incluso de po-
    deres o circunstancias impersonales. El verdadero maso-
    quista ofrece la mejilla a toda posibilidad de recibir un
    golpe. Nos inclinaríamos, quizá, a prescindir de la libido
    en la explicación de esta conducta, limitándonos a su-
    poner que el instinto de destrucción ha sido nuevamen-
    te orientado hacia el interior y actúa contra el propio
    Yo; pero hemos de tener en cuenta que los usos del len-
    guaje han debido de hallar algún fundamento para no ha-
    ber abandonado la relación de esta norma de conducta
    con el erotismo y dar también a estos individuos que se
    martirizan a sí mismos, el nombre de masoquistas.

    Fieles a una costumbre técnica, nos ocuparemos pri-
    meramente de la forma extrema, indudablemente patoló-

    = AR 4

  • S.

    M + OA Si MS O RE RSA

    gica, de este masoguismo. Ya en otro lugar (1) expusimos
    gue el tratamiento analitico nos presenta pacientes cuya
    conducta contra el influjo terapéutico nos obliga a adscri-
    birles un sentimiento «inconsciente» de culpabilidad. En
    este mismo trabajo, indicamos en qué nos es posible reco-
    nocer a tales personas («la reacción terapéutica negati-
    va») y no ocultamos tampoco que la energía de tales im-
    pulsos constituye una de las más graves resistencias del
    sujeto y el máximo peligro para el buen resultado de nues-
    tros propósitos médicos o pedagógicos. La satisfacción de
    este sentimiento inconsciente de culpabilidad es quizá la
    posición más fuerte de la «ventaja de la enfermedad», o
    sea de la suma de energías que se rebela contra la cura-
    ción y no quiere abandonar la enfermedad. Los padeci-
    mientos que la neurosis trae consigo constituyen precisa-
    mente el factor que da a esta enfermedad un alto valor
    para la tendencia masoquista. Resulta también muy ins-
    tructivo comprobar que una neurosis que ha desafiado to-
    dos los esfuerzos terapéuticos, puede desaparecer, contra
    todos los principios teóricos y contra todo lo que era de
    esperar, una vez que el sujeto contrae un matrimonio que
    le hace desgraciado, pierde su fortuna o contrae una peli-
    grosa enfermedad orgánica. Un padecimiento queda en-
    tonces substituído por otro y vemos que de lo que se tra-
    taba era tan sólo de poder conservar una cierta medida de
    dolor. .
    El sentimiento inconsciente de culpabilidad no es acep-
    tado fåcilmente por los enfermos. Saben muy bien en qué
    tormento (remordimientos) se manifiesta un sentimiento
    consciente de culpabilidad y no pueden, por lo tanto, con-
    vencerse de que abrigan en su interior, movimientos anå-
    logos, de los que nada perciben. A mi juicio, satistaremos
    en cierto modo su objeciôn, renunciando al nombre de

    (1) «El Yo y el Ello»; en el tomo IX de esta ediciôn castellana.
    ~~ 271 一

  • S.

    BEE N OR ME DOD

    «sentimiento. inconsciente de culpabilidad» y substituyén-
    dolo por el de «necesidad de castigo». Pero no podemos
    prescindir de juzgar y localizar este sentimiento incons-
    ciente de culpabilidad conforme al modelo del consciente,
    Hemos adscrito al Super-Yo la funcién de la conciencia
    moral y hemos reconocido, en la conciencia de la culpabili-
    dad, una manifestaciôn de una diferencia entre el Yo y el
    Super-Yo. El Yo reacciona con sentimientos de angustia
    a la percepciôn de haber permanecido muy inferior a las
    exigencias de su ideal, el Super-Yo. Querremos saber,
    ahora, como el Super-Yo ha llegado a una tal categoria y
    por qué el Yo ha de sentir miedo al surgir una diferencia
    con su ideal.

    Después de indicar que el Yo encuentra su funciôn en
    unir y conciliar las exigencias de las tres instancias a cuyo
    servicio se halla, afiadiremos que tiene, en el Super-Yo,
    un modelo al cual aspirar. Este Super-Yo es tanto el re-
    presentante del Ello, como el del mundo exterior. Ha na-
    cido por la introyeccion, en el Yo, de los primeros objetos
    de los impulsos libidinosos del Ello—el padre y la madre—
    proceso en el cual quedaron desexualizadas y desviadas de
    los fines sexuales directos las relaciones del sujeto con la
    pareja parental, haciéndose, de este modo, posible, el ven-
    cimiento del complejo de Edipo. El Super-Yo conservó así
    caracteres esenciales de las personas introyectadas: su
    poder, su rigor y su inclinación a la vigilancia y al castigo.
    Como ya hemos indicado en otro lugar (1), ha de supo-
    nerse que la separación de los instintos provocada por una
    tal introducción en el Yo, tuvo que intensificar el rigor. El
    Super-Yo, o sea la conciencia moral que actúa en él, pue-
    de, pues, mostrarse dura, cruel e implacable contra el Yo
    por él guardado. El imperativo categórico de Kant es, por
    lo tanto, el heredero directo del complejo de Edipo.

    (1) «El Yo y el Ello», tomo IX, de esta edición castellana.
    — 979 一

  • S.

    ENFÄ1-0«5.1906-7524

    Pero aquellas mismas personas que continúan actuan-
    do en el Super-Yo como instancia moral después de haber
    cesado de ser objeto de los impulsos libidinosos del Ello,
    pertenecen también al mundo exterior real. Han sido toma-
    dos de este último, y su poder, detrás del cual se ocultan
    todas las influencias del pasado y de la tradición, era una
    de las manifestaciones más sensibles de la realidad. A cau-
    sa de esta coincidencia, el Super-Yo, substitución del com-
    plejo de Edipo, llega a ser también el representante del
    mundo exterior real, y de este modo, el prototipo de las
    aspiraciones del Yo.

    El complejo de Edipo demuestra ser así, como ya lo
    supusimos desde el punto de vista histórico, la fuente de
    nuestra moral individual. En el curso de la evolución in-
    fantil, que separa paulatinamente al sujeto de sus padres,
    va borrándose la importancia personal de los mismos para
    el Super-Yo. A las «imágenes» de ellos restantes se agre-
    gan luego las influencias de los maestros del sujeto y de
    las autoridades por él admiradas, de los héroes elegidos por
    él como modelos, personas que no necesitan ya ser intro-
    yectadas por el Yo, más resistente ya. La última figura de
    esta serie iniciada con los padres, es el destino, obscuro
    poder quo sólo una limitada minoría humana llega apre-
    hender impersonalmente. No encontramos gran cosa que
    oponer al poeta holandés Multatuli, cuando sustituye la
    Moiça de los griegos por la pareja divina Aoroc x«t ’Aväyxn,
    pero todos aquellos que transfieren la dirección del su-
    ceder universal a Dios, o a Dios y a la Naturaleza, des-
    piertan la sospecha de que sienten todavía estos pode-
    res tan extremos y lejanos como una pareja parental y
    se creen enlazados a ellos por ligámenes libidinosos. En
    mi obra «El Yo y el Ello» (1) he intentado derivar el
    miedo real del hombre, a la muerte, de una tal concep-

    (1) Cf. el tomo IX de esta edición castellana.
    — 275 — 18

  • S.

    PPOF.F-,·FE»D

    ‎parental del destino. Muy dificil me parece libertar-‏ חסוס
    ‎nos de ella. :‏

    ‎Después de las consideraciones preparatorias que an-
    teceden, podemos retornar al examen del masoquismo
    moral. Deciamos, que los sujetos correspondientes des-
    piertan por su conducta en el tratamiento y en la vida, la
    impresion de hallarse excesivamente coartados moralmen-
    te, encontrandose bajo el dominio de una conciencia moral
    singularmente susceptible, aunque esta «supermoral» no
    se haga consciente en ellos. Un examen mas detenido nos
    descubre la diferencia que separa del masoquismo a una
    tal continuacién inconsciente de la moral. En esta ültima,
    el acento recae sobre el intenso sadismo del Super-Yo, al
    cual se somete el Yo; en el masoquismo moral, el acento
    recae sobre el propio masoquismo del Yo, que demanda
    castigo, sea por parte del Super-Yo, sea por los poderes
    parentales externos. Nuestra confusion inicial es, sin em-
    bargo, excusable, pues en ambos casos, se trata de una
    relaciôn entre el Yo y el Super-Yo, o poderes equivalentes
    a este último y de una necesidad satisfecha por el castigo
    y el dolor. Constituye, pues, una circunstancia accesoria,
    casi indiferente, el que el sadismo del Super-Yo se haga,
    por lo general, claramente consciente, mientras que la
    tendencia masoquista del Yo permanece casi siempre
    oculta a la persona y ha de ser deducida de su conducta.

    ‎La inconsciencia del masoquismo moral nos dirige so-
    bre una pista inmediata. Pudimos interpretar el «sentimien-
    to inconsciente de culpabilidad» como una necesidad de
    castigo por parte de un poder parental. Sabemos ya tam-
    bién, que el deseo de ser maltratado por el padre, tan fre-
    cuente en las fantasías, se halla muy próximo al de entrar
    en una relación sexual pasiva (femenina) con él, siendo
    tan sólo una deformación regresiva del mismo. Aplicando
    esta explicación al contenido del masoquismo moral, se
    nos revelará su sentido oculto. La conciencia moral y la

    ‎— 274 —

  • S.

    ENSÄROS.7906-1924

    moral han nacido por la superaciôn y la desexualizaciôn
    del complejo de Edipo; el masoquismo moral sexualiza de
    nuevo la moral, reanima el complejo de Edipo y provoca
    una regresiôn desde la moral al complejo de Edipo. Todo
    esto no beneficia ni a la moral ni al individuo. Este puede
    haber conservado, al lado de su masoquismo, una plena
    moralidad o una cierta medida de moralidad; pero también
    puede haber perdido, a causa del masoquismo, una gran
    parte de su conciencia moral. Por otro lado, el masoquis-
    mo crea la tentación de cometer actos «pecaminosos» 6
    luego habrán de ser castigados con los reproches de la
    conciencia moral sádica (así en tantos caracteres de la lite-
    ratura rusa) o con las penas impuestas por el gran poder
    parental del destino. Para provocar el castigo por esta últi-
    ma representación parental, tiene el masoquista que obrar
    inadecuadamente, laborar contra su propio bien, destruir
    los horizontes que se le abren en el mundo real o incluso
    poner término a su propia existencia real.

    El retorno del sadismo contra la propia persona se
    presenta regularmente con ocasión del sojuzgamien-
    to cultural de los instintos, que impide uti-
    lizar al sujeto, en la vida, una gran parte de sus compo-
    nentes instintivos destructores. Podemos representarnos
    que esta parte rechazada del instinto de destrucción surge,
    en el Yo, como una intensificación del masoquismo. Pero
    los fenómenos de la conciencia moral dejan adivinar que
    la destrucción que retorna al Yo desde el mundo exterior,
    es también acogida por el Super-Yo, aunque no haya teni-
    do efecto la transformación indicada, quedando así inten-
    sificado su sadismo contra el Yo. El sadismo del Super-Yo
    y el masoquismo del Yo se completan mutuamente y se
    unen para provocar las mismas consecuencias. A mi juicio,
    sólo así puede comprenderse que del sojuzgamiento de los
    instintos resulte—con frecuencia o en general—un senti-
    miento de culpabilidad y que la conciencia moral se haga

    — 278 —

  • S.

    PAO NEKOJ ONE OMA RESE DO

    tanto mas rigida y susceptible cuanto mas ampliamente re-
    nuncia el sujeto a toda agresion contra otros. Pudiera espe-
    rarse que un individuo que se esfuerza en evitar toda agre-
    sión culturalmente indeseable habría de gozar de una
    conciencia tranquila y vigilar menos desconfiadamente a
    su Yo. Generalmente, se expone la cuestión como si la
    exigencia moral fuese lo primario y la renuncia al instinto
    una consecuencia suya. Pero de este modo, permanece
    inexplicado el origen de la moralidad. En realidad, parece
    suceder todo lo contrario; la primera renuncia al instinto
    es impuesta por poderes exteriores y crea entonces la mo-
    ralidad, la cual se manifiesta en la conciencia moral y exige
    una más amplia renuncia a los instintos.

    El masoquismo moral resulta así un testimonio clásico
    de la existencia de la mezcla de los instintos. Su peligro
    está en proceder del instinto de muerte y corresponder a
    aquella parte del mismo que eludió ser proyectada al mun-
    do exterior en calidad de instinto de destrucción. Pero
    como además integra la significación de un componente
    erótico, la destrucción del individuo por sí propio no puede
    tener efecto sin una satisfacción libidinosa.

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