S.
El problema econ6mico del masoquismo
1924.
La aparicién de la tendencia masoquista en la vida ins-
tintiva humana, plantea, desde el punto de vista econ6mi-
co, un singular enigma. En efecto, si el principio del pla-
cer rige los procesos psiquicos, de tal manera que al fin
inmediato de los mismos es la evitaciôn de displacer y la
consecución de placer, el masoquismo ha de resultar ver-
daderamente incomprensible. El hecho de que el dolor y
el displacer puedan dejar de ser una mera señal de alarma
y constituir un fin, supone una paralización del principio
del placer: el guardián de nuestra vida anímica habría sido
narcotizado.El masoquismo se nos demuestra así como un grave
peligro, condición ajena al sadismo, su contrapartida. En
el principio del placer nos inclinamos a ver el guardián de
nuestra existencia misma y no sólo el de nuestra vida aní-
mica. Se nos plantea, pues, la labor de investigar la rela-
ción del principio del placer con los dos órdenes de instin-
tos por nosotros diferenciados—los instintos de muerte y
los instintos de vida, eróticos (libidinosos) — y no nos será
posible avanzar en el estudio del problema masoquista an-
tes de haber llevado a cabo tal investigación.En otro lugar (1), hemos presentado el principio que
rige todos los procesos anímicos como un caso especial(1) Véase el estudio titulado «Más allá del principio del placer»
en el tomo II de esta edición castellana.— 263 —
S.
PPOP.8.FPE»D
de la tendencia a la estabilidad (Fechner),
adscribiendo asi al aparato animico la intencién de anular
la magnitud de excitaciôn a él afluyente o, por lo menos,
la de mantenerla en un nivel poco elevado. Barbara Low
ha dado a esta supuesta tendencia el nombre de princi-
pio del nirvana, denominación que nosotros acep-
tamos. De momento, identificaremos este principio del nir-
vana con el principio del placer-displacer. Todo displacer
habría, pues, de coincidir con una elevación, y todo pla-
cer, con una disminución, de la excitación existente en lo
anímico, y por lo tanto, el principio del nirvana (y el prin-
cipio del placer, que suponemos idéntico) actuaría, por
completo, al servicio de los instintos de muerte, cuyo fin
es conducir la vida inestable ala estabilidad del estado
anorgánico, y su función sería la de prevenir contra las
exigencias de los instintos de vida de la libido que inten-
tan perturbar un tal decurso de la vida. Pero esta hipóte-
sis no puede ser exacta. Ha de suponerse que en la serie
gradual de las sensaciones de tensión, sentimos direc-
tamente el aumento y la disminución de las magnitudes de
estímulo y es indudable que existen tensiones placientes y
distensiones displacientes. El estado de excitación sexual
nos ofrece un acabado ejemplo de un tal incremento pla-
ciente del estímulo, y seguramente no es el único. El placer
y el displacer no pueden ser referidos, por lo tanto, al au-
mento y la disminución de una cantidad, a la que denomi-
namos tensión del estímulo, aunque, desde luego, presen-
ten una estrecha relación con este factor. Mas no parecen
enlazarse a este factor cuantitativo, sino a un cierto carác-
ter del mismo, de indudable naturaleza cualitativa. Ha-
bríamos avanzado mucho en psicología si pudiéramos in-
dicar cuál es este carácter cualitativo. Quizá sea el ritmo,
el orden temporal de las modificaciones, de los aumentos
y disminuciones de la cantidad de estímulo. Pero no lo sa-
bemos.
— 264 —S.
chsäkcs.lpci-IIZL
De todos modos, hemos de reparar que el principio
del nirvana adscrito al instinto de muerte, ha experimen-
tado en los seres animados, una modificaciôn que lo con-
virtiô en el principio del placer, y en adelante, evitaremos
confundir en uno solo, ambos principios. No es dificil adi-
vinar, siguiendo la orientaciôn que nos marcan estas re-
flexiones, el poder que impuso tal modificacién. No pudo
ser sino el instinto de vida, la libido, el cual conquist6, de
este modo, su puesto, al lado del instinto de muerte, en
la regulaciôn de los procesos de la vida. Se nos ofrece
asi, una serie de relaciones muy interesante: el princi-
pio del nirvana expresa la tendencia del instinto
de muerte, el principio del placer representa la
aspiraciôn de la libido; y la modificaciôn de este ultimo
principio, el principio de la realidad, corres-
ponde a la influencia del mundo exterior.Ninguno de estos principios queda propiamente anu-
lado por los demås, y en general, coexisten los tres ar-
ménicamente, aunque en ocasiones hayan de surgir con-
flictos provocados por la diversidad de sus fines respecti-
vos, la disminuciôn cuantitativa de la carga de estimulo,
la constitucion de un caråcter cualitativo de la misma, o el
aplazamiento temporal de la descarga de estimulos y la
aceptación provisional de la tensión displaciente.Todas estas reflexiones culminan en la conclusión de
que no es posible dejar de considerar el principio del pla-
cer como guardiån de la vida.Volvamos ahora al masoquismo, el cual se ofrece a
nuestra observacién en tres formas distintas: como condi-
cionante de la excitaciôn sexual, como una manifestaciôn
de la feminidad y como una norma de la conducta vital.
Correlativamente, podemos distinguir un masoquismo
erôgeno, femenino y moral. El primero, el masoquismo
erôgeno, o sea el placer en el dolor, constituye también
la base de las dos formas restantes; hemos de atribuirlese n REN
S.
PER NR VT NED מ
causas biolôgicas y constitucionales y permanece inexpli-
cable si no nos arriesgamos a formular algunas hipôtesis
sobre ciertos extremos, harto obscuros. La tercera forma
del masoquismo, y en cierto sentido la más importante, ha
sido explicada recientemente, por la psicoandlisis, como
una conciencia de culpabilidad, inconsciente en la mayor
parte de los casos, quedando plenamente aclarada y ads-
crita a los restantes descubrimientos analiticos. Pero la
forma таз fåcilmente asequible a nuestra observacion es
el masoquismo femenino, que no plantea grandes proble-
mas y de cuyas relaciones obtenemos pronto una clara
visiôn total. Comenzaremos, pues, por él, nuestra expo-
sición.Esta forma del masoquismo en el hombre (al que por
razones dependiente de nuestro material de observación,
nos limitaremos) nos es suficientemente conocida por las
fantasías de sujetos masoquistas (e impotentes, muchas
veces, a causa de ello), las cuales fantasías culminan en
actos onanistas, o representan, por sí solas, una satisfac-
ción sexual. Con estas fantasías coinciden luego, por
completo, las situaciones reales creadas por los perversos
masoquistas, bien como fin en sí, bien como medio de
conseguir la erección y como introducción al acto sexual.
En ambos casos—las situaciones creadas no son sino la
representación plástica de las fantasías—, el contenido
manifiesto consiste en que el sujeto es amordazado, ma-
niatado, golpeado, fustigado, maltratado en una forma
cualquiera, obligado a una obediencia incondicional, en-
suciado o humillado. Mucho más raramente y sólo con
grandes restricciones, es incluída en este contenido, una
mutilación. La interpretación más próxima y fácil, es la de
que el masoquista quiere ser tratado como un niño peque-
ño, inerme y falto de toda independencia, pero especial
mente como un niño malo. Creo innecesaria una exposi-
ción casuística; el material es muy homogéneo y accesibleRR
S.
ENSÄY05.7906—1924
a todo observador, incluso a los no analiticos. Ahora bien;
cuando tenemos ocasiôn de estudiar algunos casos en los
cuales las fantasias masoquistas han pasado por una ela-
boraciôn especialmente amplia, descubrimos fåcilmente,
que el sujeto se transfiere en ellas a una situacion carac-
teristica de la feminidad: ser castrado, soportar el coito 0
parir. Por esta razon, he calificado a potiori de fe-
menina esta forma del masoquismo, aunque muchos de
sus elementos nos orientan hacia la vida infantil. Mas
adelante hallaremos una sencilla explicaciôn de esta su-
perestructuracién de lo infantil y lo femenino. La castra-
ciön, o la pérdida del sentido de la vista, que puede repre-
sentarla simbólicamente, deja muchas veces su huella
negativa en dichas fantasías, estableciendo en ellas la
condición de que ni los genitales ni los ojos han de sufrir
daño alguno. (De todas formas, los tormentos masoquis-
tas no son nunca tan impresionantes como las crueldades
fantaseadas o escenificadas del sadismo). En el contenido
manifiesto de las fantasías masoquistas se manifiesta tam-
bién un sentimiento de culpabilidad al suponerse que el
individuo correspondiente ha cometido algún hecho puni-
ble (sin determinar cuál) que ha de ser castigado con do-
lorosos tormentos. Se nos muestra, aquí, algo como una
racionalización superficial del contenido masoquista; pero
detrás de ella se oculta una relación con la masturbación
infantil. Este factor de la culpabilidad conduce, por otro
lado, a la tercera forma, o forma moral, del masoquismo.El masoquismo femenino descrito reposa por completo
en el masoquismo primario erógeno, el placer en el dolor,
para cuya explicación habremos de llevar mucho más
atrás nuestras reflexiones.En mis «Tres ensayos sobre una teoría sexual» y en
el capítulo dedicado a las fuentes de la sexualidad infantil,
afirmé que la excitación sexual nace, como efecto secun-
dario, en toda una serie de procesos internos, en cuanto— =
S.
920F.5.F-25·»D
la intensidad de los mismos sobrepasa determinados limi-
tes cuantitativos. Puede incluso decirse que todo proceso
algo importante aporta algån componente a la excitaciôn
del instinto sexual. En consecuencia, también la excita-
חסוס provocada por el dolor y el displacer ha de tener una
tal consecuencia. Esta coexcitaciôn libidinosa en la ten-
sión correspondiente al dolor o al displacer, seria un me-
canismo fisiolôgico infantil que desapareceria luego. Va-
riable en importancia, según la constitución sexual del
sujeto, suministraria en todo caso la base sobre la cual
puede alzarse mås tarde, como superestructura psiquica, el
masoquismo erégeno.Esta explicacion nos resulta ya insuficiente, pues no
arroja luz ninguna sobre las relaciones intimas y regulares
del masoquismo con el sadismo, su contrapartida en la
vida instintiva. Si retrocedemos aún más, hasta la hipôte-
sis de los dos órdenes de instintos que suponemos actúan
en los seres animados, descubriremos una distinta deriva-
ción que no contradice, sin embargo, la anterior. La libido
tropieza en los seres- animados (pluricelulares) con el
instinto de muerte o de destrucción en ellos dominante,
que tiende a descomponer estos seres celulares y a con-
ducir cada organismo elemental al estado de estabilidad
anorgánica (aun cuando tal estabilidad sólo sea relativa).
Se le plantea, pues, la labor de hacer inofensivo este ins-
tinto destructor, y la lleva a cabo, orientándolo, en su
mayor parte, y con ayuda de un sistema orgánico espe-
cial, el sistema muscular, hacia fuera, contra los objetos
del mundo exterior. Tomaría entonces el nombre de ins-
tinto de destrucción, instinto de aprehensión o voluntad de
poderío. Una parte de este instinto queda puesta directa-
mente al servicio de la función sexual, cometido en el que
realizará una importantísima labor. Este es el sadismo
propiamente dicho. Otra parte, no colabora a esta trans-
posición hacia lo exterior, pervive en el organismo y que-— 968 一
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ENsAy05.1906-1924
da fijada alli libidinosamente, con ayuda de la coexcita-
חסוס sexual antes mencionada. En ella hemos de ver el
masoquismo primitivo erégeno.Carecemos por completo de un conocimiento psicol6-
gico de los caminos y los medios empleados en esta doma
del instinto de muerte, por la libido. Analiticamente, sólo
podemos suponer que ambos instintos se mezclan for-
mando una amalgama de proporciones muy variables.
No esperaremos, pues, encontrar instintos de muerte o
instintos de vida, puros, sino distintas combinaciones de
los mismos. A esta mezcla de los instintos puede corres-
ponder, en determinadas circunstancias, su separación.
Por ahora no es posible adivinar qué parte de los instin-
tos de muerte es la que escapa a una tal doma, ligándose
a elementos libidinosos.Aunque no con toda exactitud, puede decirse que el
instinto de muerte que actúa en el organismo—el sadismo
primitivo—es idéntico al masoquismo. Una vez que su
parte principal queda orientado hacia el exterior y dirigida
sobre los objetos, perdura en lo interior, como residuo
suyo, el masoquismo erógeno propiamente dicho, el cual
ha llegado a ser, por un lado, un componente de la libido,
pero continúa, por otro, teniendo como objeto el propio
individuo.Asi, pues, este masoquismo sería un testimonio y una
supervivencia de aquella fase de la formación, en la que
se formó la amalgama entre el instinto de muerte y el
Eros, suceso de importancia esencial para la vida. No nos
asombrará oir, por lo tanto, que en determinadas circuns-
tancias, el sadismo o instinto de destrucción orientado
hacia el exterior o proyectado, puede ser vuelto hacia el
interior, o sea introyectado de nuevo, retornando así, por
regresión, a su situación anterior. En este caso, producirá
el masoquismo secundario, que se adiciona al primitivo.El masoquismo primitivo pasa por todas las fases evo-
nt
S.
PFOP·8.FPEUD
lutivas de la libido y toma de ellas sus distintos aspectos
psiquicos. El miedo a ser devorado por el animal totémico
(el padre) procede de la primitiva organizaciôn oral; el
deseo de ser maltratado por el padre, de la fase sådico-
anal inmediata; la fase fålica de la organizacion introduce
en el contenido de las fantasfas masoquistas, la castraciôn,
mas tarde excluida de ellas, y de la organizaciôn genital
definitiva se derivan, naturalmente, las situaciones feme-
ninas, caracteristicas, de ser sujeto pasivo del coito y parir.
También nos explicamos fåcilmente el importante papel
desempefiado en el masoquismo por una cierta parte del
cuerpo humano (las nalgas), pues es la parte del cuerpo
erôgenamente preferida en la fase sådico-anal, como las
mamas en la fase oral y el pene en la fase genital.La tercera forma del masoquismo, el masoquismo mo-
ral, resulta, sobre todo, singular, por mostrar una relaciôn
mucho menos estrecha con la sexualidad. A todos los de-
mas tormentos masoquistas se enlaza la condicién de que
provengan de la persona amada y sean sufridos por orden
suya, limitación que falta en el masoquismo moral. Lo que
importa es el sufrimiento mismo, aunque no provenga del
ser amado, sino de personas indiferentes o incluso de po-
deres o circunstancias impersonales. El verdadero maso-
quista ofrece la mejilla a toda posibilidad de recibir un
golpe. Nos inclinaríamos, quizá, a prescindir de la libido
en la explicación de esta conducta, limitándonos a su-
poner que el instinto de destrucción ha sido nuevamen-
te orientado hacia el interior y actúa contra el propio
Yo; pero hemos de tener en cuenta que los usos del len-
guaje han debido de hallar algún fundamento para no ha-
ber abandonado la relación de esta norma de conducta
con el erotismo y dar también a estos individuos que se
martirizan a sí mismos, el nombre de masoquistas.Fieles a una costumbre técnica, nos ocuparemos pri-
meramente de la forma extrema, indudablemente patoló-= AR 4
S.
M + OA Si MS O RE RSA
gica, de este masoguismo. Ya en otro lugar (1) expusimos
gue el tratamiento analitico nos presenta pacientes cuya
conducta contra el influjo terapéutico nos obliga a adscri-
birles un sentimiento «inconsciente» de culpabilidad. En
este mismo trabajo, indicamos en qué nos es posible reco-
nocer a tales personas («la reacción terapéutica negati-
va») y no ocultamos tampoco que la energía de tales im-
pulsos constituye una de las más graves resistencias del
sujeto y el máximo peligro para el buen resultado de nues-
tros propósitos médicos o pedagógicos. La satisfacción de
este sentimiento inconsciente de culpabilidad es quizá la
posición más fuerte de la «ventaja de la enfermedad», o
sea de la suma de energías que se rebela contra la cura-
ción y no quiere abandonar la enfermedad. Los padeci-
mientos que la neurosis trae consigo constituyen precisa-
mente el factor que da a esta enfermedad un alto valor
para la tendencia masoquista. Resulta también muy ins-
tructivo comprobar que una neurosis que ha desafiado to-
dos los esfuerzos terapéuticos, puede desaparecer, contra
todos los principios teóricos y contra todo lo que era de
esperar, una vez que el sujeto contrae un matrimonio que
le hace desgraciado, pierde su fortuna o contrae una peli-
grosa enfermedad orgánica. Un padecimiento queda en-
tonces substituído por otro y vemos que de lo que se tra-
taba era tan sólo de poder conservar una cierta medida de
dolor. .
El sentimiento inconsciente de culpabilidad no es acep-
tado fåcilmente por los enfermos. Saben muy bien en qué
tormento (remordimientos) se manifiesta un sentimiento
consciente de culpabilidad y no pueden, por lo tanto, con-
vencerse de que abrigan en su interior, movimientos anå-
logos, de los que nada perciben. A mi juicio, satistaremos
en cierto modo su objeciôn, renunciando al nombre de(1) «El Yo y el Ello»; en el tomo IX de esta ediciôn castellana.
~~ 271 一S.
BEE N OR ME DOD
«sentimiento. inconsciente de culpabilidad» y substituyén-
dolo por el de «necesidad de castigo». Pero no podemos
prescindir de juzgar y localizar este sentimiento incons-
ciente de culpabilidad conforme al modelo del consciente,
Hemos adscrito al Super-Yo la funcién de la conciencia
moral y hemos reconocido, en la conciencia de la culpabili-
dad, una manifestaciôn de una diferencia entre el Yo y el
Super-Yo. El Yo reacciona con sentimientos de angustia
a la percepciôn de haber permanecido muy inferior a las
exigencias de su ideal, el Super-Yo. Querremos saber,
ahora, como el Super-Yo ha llegado a una tal categoria y
por qué el Yo ha de sentir miedo al surgir una diferencia
con su ideal.Después de indicar que el Yo encuentra su funciôn en
unir y conciliar las exigencias de las tres instancias a cuyo
servicio se halla, afiadiremos que tiene, en el Super-Yo,
un modelo al cual aspirar. Este Super-Yo es tanto el re-
presentante del Ello, como el del mundo exterior. Ha na-
cido por la introyeccion, en el Yo, de los primeros objetos
de los impulsos libidinosos del Ello—el padre y la madre—
proceso en el cual quedaron desexualizadas y desviadas de
los fines sexuales directos las relaciones del sujeto con la
pareja parental, haciéndose, de este modo, posible, el ven-
cimiento del complejo de Edipo. El Super-Yo conservó así
caracteres esenciales de las personas introyectadas: su
poder, su rigor y su inclinación a la vigilancia y al castigo.
Como ya hemos indicado en otro lugar (1), ha de supo-
nerse que la separación de los instintos provocada por una
tal introducción en el Yo, tuvo que intensificar el rigor. El
Super-Yo, o sea la conciencia moral que actúa en él, pue-
de, pues, mostrarse dura, cruel e implacable contra el Yo
por él guardado. El imperativo categórico de Kant es, por
lo tanto, el heredero directo del complejo de Edipo.(1) «El Yo y el Ello», tomo IX, de esta edición castellana.
— 979 一S.
ENFÄ1-0«5.1906-7524
Pero aquellas mismas personas que continúan actuan-
do en el Super-Yo como instancia moral después de haber
cesado de ser objeto de los impulsos libidinosos del Ello,
pertenecen también al mundo exterior real. Han sido toma-
dos de este último, y su poder, detrás del cual se ocultan
todas las influencias del pasado y de la tradición, era una
de las manifestaciones más sensibles de la realidad. A cau-
sa de esta coincidencia, el Super-Yo, substitución del com-
plejo de Edipo, llega a ser también el representante del
mundo exterior real, y de este modo, el prototipo de las
aspiraciones del Yo.El complejo de Edipo demuestra ser así, como ya lo
supusimos desde el punto de vista histórico, la fuente de
nuestra moral individual. En el curso de la evolución in-
fantil, que separa paulatinamente al sujeto de sus padres,
va borrándose la importancia personal de los mismos para
el Super-Yo. A las «imágenes» de ellos restantes se agre-
gan luego las influencias de los maestros del sujeto y de
las autoridades por él admiradas, de los héroes elegidos por
él como modelos, personas que no necesitan ya ser intro-
yectadas por el Yo, más resistente ya. La última figura de
esta serie iniciada con los padres, es el destino, obscuro
poder quo sólo una limitada minoría humana llega apre-
hender impersonalmente. No encontramos gran cosa que
oponer al poeta holandés Multatuli, cuando sustituye la
Moiça de los griegos por la pareja divina Aoroc x«t ’Aväyxn,
pero todos aquellos que transfieren la dirección del su-
ceder universal a Dios, o a Dios y a la Naturaleza, des-
piertan la sospecha de que sienten todavía estos pode-
res tan extremos y lejanos como una pareja parental y
se creen enlazados a ellos por ligámenes libidinosos. En
mi obra «El Yo y el Ello» (1) he intentado derivar el
miedo real del hombre, a la muerte, de una tal concep-(1) Cf. el tomo IX de esta edición castellana.
— 275 — 18S.
PPOF.F-,·FE»D
parental del destino. Muy dificil me parece libertar- חסוס
nos de ella. :Después de las consideraciones preparatorias que an-
teceden, podemos retornar al examen del masoquismo
moral. Deciamos, que los sujetos correspondientes des-
piertan por su conducta en el tratamiento y en la vida, la
impresion de hallarse excesivamente coartados moralmen-
te, encontrandose bajo el dominio de una conciencia moral
singularmente susceptible, aunque esta «supermoral» no
se haga consciente en ellos. Un examen mas detenido nos
descubre la diferencia que separa del masoquismo a una
tal continuacién inconsciente de la moral. En esta ültima,
el acento recae sobre el intenso sadismo del Super-Yo, al
cual se somete el Yo; en el masoquismo moral, el acento
recae sobre el propio masoquismo del Yo, que demanda
castigo, sea por parte del Super-Yo, sea por los poderes
parentales externos. Nuestra confusion inicial es, sin em-
bargo, excusable, pues en ambos casos, se trata de una
relaciôn entre el Yo y el Super-Yo, o poderes equivalentes
a este último y de una necesidad satisfecha por el castigo
y el dolor. Constituye, pues, una circunstancia accesoria,
casi indiferente, el que el sadismo del Super-Yo se haga,
por lo general, claramente consciente, mientras que la
tendencia masoquista del Yo permanece casi siempre
oculta a la persona y ha de ser deducida de su conducta.La inconsciencia del masoquismo moral nos dirige so-
bre una pista inmediata. Pudimos interpretar el «sentimien-
to inconsciente de culpabilidad» como una necesidad de
castigo por parte de un poder parental. Sabemos ya tam-
bién, que el deseo de ser maltratado por el padre, tan fre-
cuente en las fantasías, se halla muy próximo al de entrar
en una relación sexual pasiva (femenina) con él, siendo
tan sólo una deformación regresiva del mismo. Aplicando
esta explicación al contenido del masoquismo moral, se
nos revelará su sentido oculto. La conciencia moral y la— 274 —
S.
ENSÄROS.7906-1924
moral han nacido por la superaciôn y la desexualizaciôn
del complejo de Edipo; el masoquismo moral sexualiza de
nuevo la moral, reanima el complejo de Edipo y provoca
una regresiôn desde la moral al complejo de Edipo. Todo
esto no beneficia ni a la moral ni al individuo. Este puede
haber conservado, al lado de su masoquismo, una plena
moralidad o una cierta medida de moralidad; pero también
puede haber perdido, a causa del masoquismo, una gran
parte de su conciencia moral. Por otro lado, el masoquis-
mo crea la tentación de cometer actos «pecaminosos» 6
luego habrán de ser castigados con los reproches de la
conciencia moral sádica (así en tantos caracteres de la lite-
ratura rusa) o con las penas impuestas por el gran poder
parental del destino. Para provocar el castigo por esta últi-
ma representación parental, tiene el masoquista que obrar
inadecuadamente, laborar contra su propio bien, destruir
los horizontes que se le abren en el mundo real o incluso
poner término a su propia existencia real.El retorno del sadismo contra la propia persona se
presenta regularmente con ocasión del sojuzgamien-
to cultural de los instintos, que impide uti-
lizar al sujeto, en la vida, una gran parte de sus compo-
nentes instintivos destructores. Podemos representarnos
que esta parte rechazada del instinto de destrucción surge,
en el Yo, como una intensificación del masoquismo. Pero
los fenómenos de la conciencia moral dejan adivinar que
la destrucción que retorna al Yo desde el mundo exterior,
es también acogida por el Super-Yo, aunque no haya teni-
do efecto la transformación indicada, quedando así inten-
sificado su sadismo contra el Yo. El sadismo del Super-Yo
y el masoquismo del Yo se completan mutuamente y se
unen para provocar las mismas consecuencias. A mi juicio,
sólo así puede comprenderse que del sojuzgamiento de los
instintos resulte—con frecuencia o en general—un senti-
miento de culpabilidad y que la conciencia moral se haga— 278 —
S.
PAO NEKOJ ONE OMA RESE DO
tanto mas rigida y susceptible cuanto mas ampliamente re-
nuncia el sujeto a toda agresion contra otros. Pudiera espe-
rarse que un individuo que se esfuerza en evitar toda agre-
sión culturalmente indeseable habría de gozar de una
conciencia tranquila y vigilar menos desconfiadamente a
su Yo. Generalmente, se expone la cuestión como si la
exigencia moral fuese lo primario y la renuncia al instinto
una consecuencia suya. Pero de este modo, permanece
inexplicado el origen de la moralidad. En realidad, parece
suceder todo lo contrario; la primera renuncia al instinto
es impuesta por poderes exteriores y crea entonces la mo-
ralidad, la cual se manifiesta en la conciencia moral y exige
una más amplia renuncia a los instintos.El masoquismo moral resulta así un testimonio clásico
de la existencia de la mezcla de los instintos. Su peligro
está en proceder del instinto de muerte y corresponder a
aquella parte del mismo que eludió ser proyectada al mun-
do exterior en calidad de instinto de destrucción. Pero
como además integra la significación de un componente
erótico, la destrucción del individuo por sí propio no puede
tener efecto sin una satisfacción libidinosa.— 276 —
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