La ilustración sexual del niño 1907-003/1929.es
  • S.

    La ilustraciôn sexual del nifio
    Carta abierta al Dr. M. Fürst

    1907.

    Al pedirme unas declaraciones sobre la «ilustraciôn se-
    xual de los niños», supongo que no esperard usted obte-
    ner de mi, un tratado completo y minucioso de la cuestiôn
    en el que se tenga en cuenta toda la amplisima literatura
    existente sobre la materia, sino tan sôlo el juicio indepen-
    diente de un médico al que su actividad profesional ha es-
    timulado especialmente a ocuparse de los problemas se-
    xuales. Sé que ha seguido usted con interés mis trabajos
    cientificos y que no rechaza sin previo examen mis hipô-
    tesis, como muchos otros colegas lo hacen por ver yo en
    la constituciôn psicoxesual y en las alteraciones de la vida
    sexual, las causas principales de las enfermedades neuró-
    ticas, tan frecuentes hoy. Así, mis «Tres ensayos sobre
    una teoría sexual», en los que expuse la composición del
    instinto sexual y las perturbaciones del mismo en la evo-
    lución que le conduce a constituir la función sexual, halla-
    ron en la revista de su digna dirección un eco amistoso.

    Me plantea usted, pues, la cuestión de si en general,
    debe facilitarse a los niños una explicación de los hechos
    de la vida sexual y en caso afirmativo, qué edad ha de
    escogerse para ello y de qué modo ha de llevarse a cabo.

    Desde un principio, haré constar que encuentro per-
    fectamente justificada la discusión en lo que respecta a los
    dos últimos puntos, pero que no concibo cómo pueden
    existir juicios divergentes en lo que respecta al primero.

    a

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    ENsAyos.-906-192«

    ¿Qué se intenta alcanzar negando a los niños—o si se
    quiere, a los adolescentes—tales explicaciones sobre la
    vida sexual humana? ¿Se teme quizá despertar prematu-
    ramente su interés por estas cuestiones, antes de que
    nazca espontáneamente en ellos? ¿Se espera, con seme-
    jante ocultación, encadenar el instinto sexual hasta la
    época en que sea posible dirigirle por los caminos que el
    orden social considera lícitos? ¿Se supone, acaso, que los
    niños no mostraran interés ninguno hacia los hechos y los
    enigmas de la vida sexual, si no se atrae su atención
    sobre ellos? ¿Se cree quizá que el conocimiento que se
    les niega no habrá de serles aportado por otros caminos?
    ¿O es que se persigue realmente y con toda seriedad el
    propósito de que más tarde juzguen todo lo sexual como
    algo bajo y despreciable, de lo cual procuraron mantenerles
    alejados, el mayor tiempo posible, sus padres y maestros?

    No sé, en verdad, en cuál de estos propósitos he de
    ver el motivo de ocultar a los niños, como sistemática-
    mente se viene haciendo, todo lo concerniente a la vida
    sexual. Sólo sé que todos ellos son igualmente especio-
    sos y no merecen siquiera una razonada controversia.
    Pero recuerdo haber hallado en las cartas familiares del
    gran pensador y filántropo Multatuli, unas líneas más que
    suficientes como respuesta (1).

    <A mi sentir, se encubren excesivamente algunas
    cosas. Se obra con acierto procurando conservar pura la
    imaginación de los niños, pero la ignorancia no es el
    mejor medio para conseguirlo. Por el contrario, creo que
    la ocultación hace que el niño llegue a sospechar mucho
    antes la verdad. La curiosidad nos lleva a preocuparnos de
    Cosas que nos inspirarían escaso interés si se nos hubie-
    ran comunicado franca y sencillamente. Si fuera posible
    mantener al niño en una absoluta ignorancia, todavía ad-

    (1) Cartas de Multatuli, publicadas por W. Spohr, 1906, tomo I,
    página 26.

    Le

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    p刀пمءءوءمps刀д

    ríamos el procedimiento; pero el infantil sujeto oye a
    otros o lee en los libros que caen en sus manos, cosas
    que le inducen a meditar, y precisamente el disimulo que
    sus padres y educadores observan sobre ellas, intensifica
    su ansia de saber. Este deseo, sólo parcial y secreta-
    mente satisfecho, acalora y pervierte su fantasía y el niño
    comienza ya a pecar en tiempos en los que sus padres
    creen que ignora aún lo que es pecado.»

    Nada mejor puede decirse sobre la cuestión y sí tan
    sólo añadir algo. Lo que impulsa a los adultos a observar
    esta conducta de «disimulo» para con los niños es, desde
    luego, la mojigatería usual y la propia mala conciencia en
    lo concerniente a la sexualidad, pero quizá también una
    cierta ignorancia teórica a la que no es imposible poner
    remedio. Se cree, en efecto, que los niños carecen de ins-
    tinto sexual, no apareciendo éste en ellos, hasta la puber-
    tad, con la madurez de los órganos sexuales. Es éste un
    grave error, de lamentables consecuencias, tanto teóricas
    como prácticas, y resulta tan fácil de rectificar por medio
    de la mera observación, que admira haya podido incurrir-
    se en él. La verdad es que el recién nacido trae ya consi-
    go al mundo su sexualidad. Determinadas sensaciones se-
    xuales acompañan su desarrollo a través del período de
    lactancia y de la época infantil, siendo muy pocos los
    niños que llegan a la pubertad sin haber pasado por acti-
    vidades y sensaciones sexuales. Aquellos lectores a quie-
    nes pueda interesar una detallada exposición de estas afir-
    maciones, la hallarán en mis «Tres ensayos sobre una
    teoría sexual», publicados en 1905 (1). Verán allí, que los
    órganos de la reproducción no son la única parte del cuer-
    po que puede generar sensaciones de placer sexual y que
    la Naturaleza ha dispuesto las cosas de manera que aun
    en la más temprana infancia, resultan inevitables ciertos

    (1) Véase el tomo II de esta edición española.
    sell

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    Estyos.igss-igpd

    estimulos de los genitales. Esta época de la vida indivi-
    dual, en la cual el estimulo de distintos lugares de la epi-
    dermis (zonas erôgenas), la acciôn de ciertos instintos
    biolôgicos y la excitaciôn concomitante a muchos estados
    afectivos, engendran una cierta magnitud de placer, inne-
    gablemente sexual, es conocida con el nombre de periodo
    del autoerotismo, según expresión introducida por
    Havelock Ellis. La pubertad se limita a procurar a los ge-
    nitales la primacía sobre todas las zonas y fuentes eróge-
    nas, obligando así al erotismo a ponerse al servicio de la
    función reproductora, proceso cuya evolución puede ser
    perturbada por determinadas coerciones y que en muchos
    individuos—los ulteriores perversos y neuróticos—no se
    desarrolla sino muy imperfectamente. Por otro lado, el
    niño es capaz de la mayor parte de las funciones psíqui-
    cas de la vida erótica (la ternura, los celos) mucho antes
    de alcanzar la pubertad, y la frecuente unión de estos es-
    tados psíquicos con sensaciones somáticas de excita-
    ción sexual, revela al niño la íntima relación de ambos fe-
    nómenos. En resumen: El niño aparece perlectamente
    capacitado para la vida erótica—excepción hecha de la re-
    producción—mucho antes de la pubertad, y puede afir-
    marse, que al ocultarle sistemáticamente lo sexual, sólo se
    consigue privarle de la capacidad de dominar intelectual-
    mente aquellas funciones para las cuales posee ya una
    preparación psíquica y una disposición somática.

    El interés intelectual del niño por los enigmas de la
    vida sexual, su curiosidad sexual, se manifiesta también
    en época insospechadamente temprana. Sólo pensando
    que los padres oponen a este interés infantil una inexpli-
    cable ceguera o se esfuerzan inmediatamente en yugularlo
    cuando no han podido dejar de advertirlo, podemos expli-
    caos la escasez de observaciones del orden siguiente:
    Cuento entre mis amistades a un espléndido chiquillo que
    acaba de cumplir los cuatro años, cuyos padres, muy com-

    sakos

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    P«0P.«5.FPE»D

    prensivos e inteligentes, han renunciado a reprimir violen-
    tamente una parte del desarrollo de su hijo. El pequeño
    Juanito, que desde luego no ha sido objeto de iniciación
    sexual alguna por parte de sus guardadores, muestra hace
    ya algún tiempo, el más vivo interés por una determinada
    parte de su cuerpo а la que llama «la cosita de hacer pipi».
    Ya a los tres años, preguntó una vez a su madre: «Mamá
    ¿tienes tú también una cosita de hacer pipi?» A lo cual le
    respondió la madre: «Naturalmente que sí. ¿Qué te habías
    creído?» También a su padre hubo de dirigirle, repetida-
    mente, igual pregunta. Próximamente por la misma época,
    al visitar por vez primera un establo y ver ordeñar una
    vaca, exclamó asombrado: «¡Mira; de la cosita de hacer
    pipí sale leche!» A los tres años y nueve meses parece
    hallarse ya en camino de descubrir por sí mismo, con
    ayuda de sus observaciones, categorías exactas. Ve des-
    aguar la caldera de una locomotora y dice: «Fíjate; la loco-
    motora hace pipi. ¿Dónde tiene la cosita?» Y poco tiempo
    después, expone el resultado de sus reflexiones: «Un pe-
    rro y un caballo tienen una cosita de hacer pipí; una mesa
    y una silla, no». Hace poco, ha presenciado el baño de una
    hermanita suya, nacida una semana antes, observando:
    «iQué pequeña tiene aún la cosita! Ya le crecerá cuando sea
    mayor.» (Esta actitud ante el problema de la diferencia de
    los sexos es frecuente entre los niños de la edad de Jua-
    nito). He de hacer constar que Juanito no es un niño que
    muestre una especial disposición sexual o patológica. Lo
    que a mi juicio sucede es que no ha sido intimidado ni se ve
    atormentado por un sentimiento de culpa, y comunica, por
    lo tanto, con la mayor inocencia, sus procesos mentales (1).

    (1) Nota en 1924: Sobre la ulterior enfermedad neurótica de
    Juanito y su curación, véase mi trabajo «Análisis de la fobia de un
    niño de cinco años».

    NOTA DEL TRADUCTOR: Este trabajo se publicará en el tomo XV de
    la presente edición española.

    08:22

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    E«s«yus.-FoS-lgs(

    El segundo grave problema que se plantea al pensa-
    miento infantil—aunque ya en 8808 posteriores—es el del
    origen de los nifios, suscitado generalmente por la apari-
    ciôn indeseada de un hermanito o hermanita. Es ésta la
    interrogacion més antigua y ardiente de la humanidad.
    Aquellos que han aprendido a descifrar el oculto sentido
    de los mitos y las tradiciones la sienten palpitar ya en el
    enigma que la esfinge tebana propone a Edipo. Las res-
    puestas habituales en la «nursery» hieren el honrado ins-
    tinto de investigacién del nifio, defraudando, por vez pri-
    mera su confianza en sus padres. A partir de aqui, co-
    menzarå a desconfiar de los adultos y a ocultarles sus
    pensamientos mas fntimos. El pequefio documento que a
    continuaciôn transcribimos demuestra cuån atormentadora
    puede llegar a ser este ansia de saber, aun en nifios ya
    mayores. Tråtase de una carta de una nifia de once afios
    y medio, huérfana de madre, que ha discutido largamente
    la cuestión con su hermanita menor:

    «Querida tía Mali: hazme el favor de escribirme con-
    tándome cómo has tenido a Cristinita o a Pablito. Tú tie-
    nes que saberlo, puesto que estás casada. Hemos discuti-
    do mucho anoche hablando de esto y queremos saber la
    verdad. Pero no tenemos a nadie más que a ti a quien
    poder preguntar. ¿Cuándo venís a Salzburgo? No podemos
    comprender, querida tía Mali, cómo trae la cigileńa a los
    niños. Trudel cree que los trae vestidos sólo con una ca-
    misita. Quisiéramos saber también si los coge del estan-
    que y por qué cuando nosotras vamos al estanque no
    vemos nunca en él ningún niño. Dinos también cómo es
    que cuando se va a tener un niño se sabe ya desde antes.
    Escríbeme muy largo contándomelo todo.

    Muchos recuerdos y muchos besos de todos nosotros.

    Tu curiosa

    Lili.»
    a

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    PEOF.F.PPE»D

    No creo que esta enternecedora misiva procurase a las
    dos hermanas la explicaciôn deseada. La mayor enfermé
    ulteriormente de aquella neurosis que se deriva de interro-
    gaciones inconscientes no contestadas (1).

    No creo que exista razén alguna aceptable para negar
    a los niños la explicaciôn demandada por su ansia de sa-
    ber. Ahora bien; si el propôsito del educador es impedir
    cuanto antes que el niño llegue a pensar por su cuenta,
    sacrificando su independencia intelectual al deseo de que
    sea lo que se llama «un niño juicioso», el mejor camino
    es, ciertamente, el engaño en el terreno sexual y la in-
    timidación en el terreno religioso. Los sujetos de natu-
    raleza más enérgica rechazan, desde luego, tales influen-
    cias y adoptan ante la autoridad de los padres, una aptitud
    de rebeldía, que luego mantienen a través de toda su
    vida, con respecto a cualquier otra autoridad. En gene-
    ral, cuando los niños se ven negadas aquellas explica-
    ciones que demandan de los adultos, prosiguen ator-
    mentándose en secreto con tales problemas y construyen
    tentativas de solución, en las cuales la verdad sospechada
    aparece mezclada con grotescos errores, 0 se comunican
    unos a otros, sigilosamente, sus descubrimientos, en los
    cuales el sentimiento de culpabilidad del infantil investi-
    gador imprime a la vida sexual el sello de lo repugnante
    y prohibido. Estas teorías sexuales infantiles serían muy
    merecedoras de colección y estudio, Por lo general, pier-
    den los niños a partir de este punto, la única posición
    exacta ante los problemas sexuales, y muchos de ellos
    para no volverla a recuperar.

    Parece ser, que la inmensa mayoría de los autores,
    tanto masculinos como femeninos, que han escrito sobre
    la ilustración sexual de los niños, han resuelto la cuestión
    en sentido afirmativo. Pero la torpeza de las propuestas

    (1) Sustituida, años después, por una demencia precoz.
    put os

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    E«54y08.1906-1924

    sobre el momento y el modo de llevarla a cabo nos inclina
    a deducir que tal decisión no les ha sido nada fácil. La en-
    cantadora carta explicativa que Emma Eckstein (1) figura
    dirigir a un hijo suyo de diez años, constituye—que yo
    sepa—un caso aislado. La práctica general de ocultar a los
    niños, el mayor tiempo posible, todo conocimiento sexual,
    para otorgarles luego, con frases ampulosas y solemnes,
    una media explicación, que casi siempre llega tarde, es,
    francamente equivocada. La mayor parte de las respues-
    tas a la pregunta «¿cómo decírselo a mi hijo?» me dan tan
    lamentable impresión que incluso preferiría que los padres
    no se ocuparan de la ilustración sexual infantil. Lo verda-
    deramente importante es que los niños no se formen la
    idea de que, entre todo aquello que no alcanzan aún a
    comprender, lo que más cuidadosamente se les oculta son
    los hechos de la vida sexual. Para conseguirlo así, es ne-
    cesario que lo sexual sea tratado, desde un principio, en la
    misma forma que cualquier otro orden de cosas dignas de
    ser sabidas. Ante todo, es labor de la escuela, no eludir la
    mención de lo sexual, iniciando los grandes hechos de la
    reproducción en el estudio del mundo animal y haciendo
    constar, inmediatamente, que el hombre comparte todo lo
    esencial de su organización, con los animales superiores.
    Si el ambiente familiar no tiende a intimidar el pensamien-
    to infantil, no será raro oir frases como la siguiente, sor-
    prendida por mí en una conversación entre un niño y su
    hermanita: «¡Pero cómo puedes creer todavía que la ci-
    güeña trae a los niños pequeños! Te han dicho ya que el
    hombre es un mamífero y supongo que no creerás que
    también a los demás mamiferos les trae la cigüeña sus
    crías». De este modo, la curiosidad del niño no alcanzará
    nunca un alto grado si en cada estadio de la enseñanza

    (1) E. Eckstein. Die Sexualfrage in der Erziehung des Kin-
    des, 1904.

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  • S.

    Bb Apt ‏רעי‎ ₪ N P ‏שי‎ UD

    encuentra su correspondiente satisfacción. La explicación
    de las características puramente humanas de la vida sexual
    y de la significación social de esta última podrían darse
    entonces al término de la primera enseñanza, esto es, al
    cumplir el niño los diez años. Por último, el momento de
    la confirmación sería el más apropiado para explicar al
    niño, al corriente ya de lo somático, las obligaciones mo-
    rales enlazadas al ejercicio del instinto. Una tal ilustración
    gradual, no interrumpida en época alguna e iniciada en y
    por la misma escuela primaria, me parece ser la única
    adaptada al desarrollo del niño y evita así todo posible
    peligro.

    La substitución del catecismo por un tratado elemental
    de los derechos y deberes del ciudadano, llevada a cabo
    por el Estado francés, me parece un gran progreso en la
    educación infantil. Pero esta instrucción elemental resul-
    tará aún lamentablemente incompleta si no incluye lo re-
    ferente a la vida sexual. Es ésta una laguna a cuya des-
    aparición deben tender los esfuerzos de los pedagogos y
    los reformadores. En aquellos Estados que han abandona-
    do la educación en manos de las órdenes religiosas no
    cabe, naturalmente, suscitar la cuestión. El sacerdote no
    admitirá jamás la igualdad esencial del hombre y el animal,
    pues no puede renunciar al alma inmortal, que le es pre-
    cisa para fundar en ella la moral. Queda así demostrado,
    una vez más, cuán necio es poner a un traje destrozado
    un remiendo de paño nuevo y cuán imposible llevar a
    cabo una reforma aislada sin transformar las bases del sis-
    tema.

    ー ョ s ー