La moral sexual »cultural« y la nerviosidad moderna 1908-003/1929.es
  • S.

    La moral sexual «cultural» y la nerviosidad
    moderna

    1908.

    En su Etica sexual, recientemente publicada,
    establece Ehrenfels una distinciôn entre moral sexual «na-
    tural» y moral sexual «cultural». Por moral sexual natural,
    entiende aquella bajo cuyo régimen puede una raza con-
    servarse duraderamente en plena salud y capacidad vital.
    Moral sexual cultural sería, en cambio, aquella cuyos dic-
    tados impulsan al hombre a una obra de cultura más pro-
    ductiva e intensa. Esta antítesis se nos hará más transpa-
    rente si oponemos entre sí el acervo constitutivo
    de un pueblo y su acervo cultural. Remitiendo a la
    citada obra de Ehrenfels, a aquellos lectores que quieran
    seguir hasta su fin este importante proceso mental, me li-
    mitaré aquí a desarrollarlo lo estrictamente necesario para
    enlazar a él algunas aportaciones personales.

    No es arriesgado suponer que bajo el imperio de
    una moral sexual cultural pueden quedar expuestas a cier-
    tos daños la salud y la energía vital individuales, y que
    este daño infligido a los individuos por los sacrificios que
    les son impuestos, alcanza, por último, tan alto grado, que
    llega a constituir también un peligro para el fin social.
    Ehrenfels señala, realmente, toda una serie de daños, de
    los que se ha de hacer responsable a la moral sexual do-
    minante en nuestra sociedad occidental contemporánea, y
    aunque la reconoce muy apropiada para el progreso de la

    MOS, US

  • S.

    PPok.s-PEE«D

    cultura, concluye postulando la necesidad de reformarla.
    Las caracteristicas de la moral sexual cultural bajo cuyo
    régimen vivimos, serían—según nuestro autor—la trans-
    ferencia de las reglas de la vida sexual femenina, a la
    masculina, y la prohibición de todo comercio sexual fuera
    de la monogamia conyugal. Pero las diferencias naturales
    de los sexos habrían impuesto una mayor tolerancia para
    las transgresiones sexuales del hombre, creándose, así, en
    favor de éste, una segunda moral. Ahora bien; una socie-
    dad que tolera esta doble moral, no puede superar una
    cierta medida, harto limitada, de «amor a la verdad, hon-
    radez y humanidad» y ha de impulsar a sus miembros a
    ocultar la verdad, a pintar las cosas con falsos colores, a
    engañarse a sí mismos y a engañar a los demás. Otro
    daño, aún más grave, imputable a la moral sexual cultu-
    ral, sería el de paralizar—con la exaltación de la monoga-
    mia—la selección viril, único influjo susceptible
    de procurar una mejora de la constitución, ya que los pue-
    blos civilizados han reducido a un mínimum, por humani-
    dad y por higiene, la selección vital (1).

    Entre estos perjuicios imputados a la moral sexual cul-
    tural, ha de echar de menos el médico, uno, cuya impor-
    tancia analizaremos aquí detenidamente. Me refiero a la
    difusión, a ella imputable, de la nerviosidad, en nuestra
    sociedad moderna. En ocasiones, es el mismo enfermo
    nervioso quien llama la atención del médico sobre la antí-
    tesis, observable en la causación de la enfermedad, entre
    la constitución y las exigencias culturales, diciéndole: «En
    nuestra familia todos hemos enfermado de los nervios por
    haber querido llegar a ser algo más de lo que nuestro ori-
    gen nos permitía». No es tampoco raro que el médico se
    vea movido a reflexionar, por la observación de que preci-
    samente sucumben a la nerviosidad los descendientes de

    (1) Obra citada, pág. 32 y siguientes.
    Ae

  • S.

    BNSÄYOS.7906-792(

    aquellos hombres de origen campesino, sencillo y sano,
    procedentes de familias rudas pero fuertes, que emigraron
    a la ciudad y conquistaron en ella posición y fortuna, ha-
    ciendo que sus hijos se elevasen en un corto lapso de
    tiempo, a un alto nivel cultural. Pero además, los mismos
    neurólogos proclaman ya la relación del «incremento de la
    nerviosidad> con la moderna vida cultural. Algunas mani-
    festaciones de los observadores más autorizados en este
    sector, nos indicarán dónde se cree ver el fundamento de
    una tal dependencia:

    W. Erb (1): «La cuestión planteada es la de si las cau-
    sas de la nerviosidad antes expuestas se hallan realmente
    dadas en la vida moderna en tan elevada medida, que ex-
    pliquen el extraordinario incremento de tal enfermedad, y
    a esta interrogación hemos de contestar, en el acto, afir-
    mativamente, pues nos basta, para ello, echar una rápida
    ojeada sobre nuestra vida moderna y su particular estruc-
    tura.»

    «La simple enunciación de una serie de hechos gene-
    rales basta ya para demostrar nuestro postulado: las ex-
    traordinarias conquistas de la edad moderna, los descu-
    brimientos e invenciones en todos los sectores y la con-
    servación del terreno conquistado contra la competencia
    cada vez mayor, no se han alcanzado sino mediante una
    enorme labor intelectual y sólo mediante ella pueden ser
    mantenidos. Las exigencias planteadas a nuestra capaci-
    dad funcional en la lucha por la existencia, son cada vez
    más altas, y sólo podemos satisfacerlas poniendo en el
    empeño la totalidad de nuestras energías animicas. Al
    mismo tiempo, las necesidades individuales y el ansia de
    goces, han crecido en todos los sectores; un lujo inaudito
    se ha extendido hasta penetrar en capas sociales a las que
    jamás había llegado antes; la irreligiosidad, el descontento

    (1) Über die wachsende Nervositüt unserer Zeit. 1893.
    ・ ån

  • S.

    PPOF.-F.FPE«D

    y la ambicién, han aumentado en amplios sectores del
    pueblo; el extraordinario incremento del comercio y las
    redes de telégrafos y teléfonos que envuelven el mundo,
    han modificado totalmente el ritmo de la vida: todo es
    prisa y agitación; la noche se aprovecha para viajar, el
    día para los negocios, y hasta los «viajes de recreo» exi-
    gen un esfuerzo al sistema nervioso. Las grandes crisis
    políticas, industriales o financieras, llevan su agitación a
    círculos sociales mucho más extensos. La participación en
    la vida política se ha hecho general. Las luchas sociales,
    políticas y religiosas, la actividad de los partidos, la agi-
    tación electoral y la vida corporativa, intensificada hasta
    lo infinito, acaloran los cerebros e imponen a los espíritus
    un nuevo esfuerzo cada día, robando el tiempo al descan-
    so, al sueño y a la recuperación de energías. La vida de
    las grandes ciudades es cada vez más refinada e intran-
    quila. Los nervios, agotados, buscan fuerzas en excitantes
    cada vez más fuertes, en placeres intensamente especia-
    dos, fatigándose aún más en ellos. La literatura moder-
    na se ocupa preferentemente de problemas sospecho-
    sos, que hacen fermentar todas las pasiones y fomen-
    tan la sensualidad, el ansia de placer y el desprecio
    de todos los principios éticos y todos los ideales, pre-
    sentando a los lectores figuras patológicas y cuestiones
    psicopático-sexuales y revolucionarias. Nuestro oído es
    sobreexcitado por una música ruidosa y violenta; los
    teatros captan todos los sentidos con sus representacio-
    nes excitantes, e incluso las artes plásticas se orientan
    con preferencia hacia lo feo, repugnante o excitante, sin
    espantarse de presentar a nuestros ojos, con un repug-
    nante realismo, lo más horrible que la realidad puede ofre-
    cernos.»

    «Este cuadro general, que nos sefiala ya en nuestra
    cultura moderna toda una serie de peligros, puede ser aün
    completado con la adición de algunos detalles.»

    am

  • S.

    ENGAY08.1905-1924

    Binswanger (1): «Se indica especialmente la neuraste-
    nia como una enfermedad por completo moderna, y Beard,
    a quien debemos su primera descripciôn detallada, creia
    haber descubierto una nueva enfermedad nerviosa nacida
    en suelo americano. Esta hipôtesis era, naturalmente,
    erronea; pero el hecho de haber sido un médico america-
    no quien primeramente pudiese aprehender y retener,
    como secuela de una amplia experiencia clinica, los singu-
    lares rasgos de esta enfermedad, demuestra la intima co-
    nexiön de la misma con la vida moderna, con la fiebre de
    dinero y con los enormes progresos técnicos que han
    echado por tierra todos los obståculos de tiempo y espacio
    opuestos antes a la vida de relación.»

    Krafit-Ebing: (2) «En nuestras modernas sociedades
    civilizadas, es infinito el патего de hombres cuya vida in-
    tegra una plenitud de factores antihigiénicos mas que su-
    ficiente para explicar el incremento de la nerviosidad,
    pues tales factores actüan primera y principalmente sobre
    el cerebro. Las circunstancias sociales y politicas, y 5
    aún las mercantiles, industriales y agrarias, de lås nacio-
    nes civilizadas, han sufrido, en el curso del último dece-
    nio, modificaciones que han transformado por completo la
    propiedad y las actividades profesionales y ciudadanas,
    todo ello a costa del sistema nervioso, que se ve obligado
    a responder al incremento de las exigencias sociales y
    económicas, con un gasto mayor de energía, para cuya
    reposición no se le concede, además, descanso sufi-
    ciente. >

    De estas teorías, así como de otras muchas de análo-
    go contenido, no podemos decir que sean totalmente in-
    exactas, pero sí que resultan insuficientes para explicar
    las peculiaridades de las perturbaciones nerviosas y, sobre

    (1) Die Pathologie und Therapie der Neurasthenie. 1896.
    (2) Nervosität und neurasthenische Zustände, 1895.

    s m

  • S.

    PROF.F.PPE»D

    todo, que desatienden precisamente el factor etiolögico
    mäs importante. Prescindiendo, en efecto, de los estados
    indeterminados de «nerviosidad» y ateniéndonos tan sólo
    a las formas neuropatológicas propiamente dichas, vemos
    reducirse la influencia perjudicial de la cultura, a una coer-
    ción nociva de la vida sexual de los pueblos civilizados (0
    de los estratos sociales cultos), por la moral sexual cultu-
    ral en ellos imperante.

    En una serie de escritos profesionales, he tratado ya
    de aportar la prueba de esta afirmación. No he de repe-
    tirla aquí, pero sí extractaré los argumentos principales,
    deducidos de mis investigaciones.

    Una continua y penetrante observación clínica nos au-
    toriza a distinguir en los estados neuropatológicos, dos
    grandes grupos: las neurosis propiamente dichas y
    las psiconeurosis. En las primeras, los síntomas,
    somáticos o psíquicos, parecen ser de naturaleza t 6 -
    xica, comportándose idénticamente a los fenómenos
    consecutivos a una incorporación exagerada o a una pri-
    vación repentina, de ciertos tóxicos del sistema nervioso.
    Estas neurosis—sintetizadas generalmente bajo el con-
    cepto de neurastenia—pueden ser originadas, sin que sea
    indispensable la colaboración de una tara hereditaria, por
    ciertas anormalidades nocivas de la vida sexual, corres-
    pondiendo precisamente la forma de la enfermedad a la
    naturaleza especial de dichas anormalidades, y ello de tal
    manera, que del cuadro clínico puede deducirse directa-
    mente, muchas veces, la especial etiología sexual. Ahora
    bien; entre la forma de la enfermedad nerviosa y las res-
    tantes influencias nocivas de la cultura, señaladas por los
    distintos autores, no aparece jamás una tal correspon-
    dencia regular. Habremos, pues, de considerar el factor
    sexual como el más esencial en la causación de las neu-
    rosis propiamente dichas.

    En las psiconeurosis, es más importante la influencia

  • S.

    EUSAYOI. チ 9 06-19 2 ‏א‎

    hereditaria y menos transparente la causaciôn. Un método
    singular de investigaciôn, conocido con el nombre de psi-
    coanålisis, ha permitido descubrir que los sintomas de
    estos padecimientos (histeria, neurosis obsesiva, etc.) son
    de carácter psicógeno y dependen de la acción de
    complejos inconscientes (reprimidos) de representaciones.
    Este mismo método nos ha llevado también al conoci-
    miento de tales complejos, revelándonos que integran, en
    general, un contenido sexual, pues nacen de las necesida-
    des sexuales de individuos insatisfechos y representan,
    para ellos, una especie de satisfacción sustitutiva. De este
    modo, habremos de ver en todos aquellos factores que
    dañan la vida sexual, cohiben su actividad o desplazan sus
    fines, factores patógenos también de las psiconeurosis.

    El valor de la diferenciación teórica entre neurosis tó-
    xicas y neurosis psicógenas no queda disminuido por el
    hecho de que en la mayoría de las personas nerviosas
    puedan observarse perturbaciones de ambos orígenes.

    Aquellos que se hallen dispuestos a buscar conmigo la
    etiología de la nerviosidad en ciertas anormalidades noci-
    vas de la vida sexual, leerán con interés los desarrollos
    que siguen, destinados a insertar el tema del incremento
    de la nerviosidad en un más amplio contexto.

    Nuestra cultura descansa totalmente en la coerción de
    los instintos. Todos y cada uno hemos renunciado a una
    parte de nuestro poderío, a una parte de las tendencias
    agresivas y vindicativas de nuestra personalidad, y de es-
    tas aportaciones, ha nacido la común propiedad cultural
    de bienes materiales e ideales. La vida misma, y quizá
    también muy principalmente los sentimientos familiares,
    derivados del erotismo, han sido los factores que han mo-
    vido al hombre a tal renuncia, la cual ha ido haciéndose
    cada vez más amplia en el curso del desarrollo de la cul-
    tura. Por su parte, la religión se ha apresurado a sancio-
    nar inmediatamente tales limitaciones progresivas, ofren-

    ー 58 一 3

  • S.

    P BTO E NS go WB UH ,
    dando a la divinidad, como un sacrificio, cada nueva renun-
    cia a la satisfacción de los instintos y declarando «sagrado»
    el nuevo provecho así aportado a la colectividad. Aquellos
    individuos a quienes una constitución indomable impide
    incorporarse a esta represión general de los instintos, son
    considerados, por la sociedad, como «delincuentes» y de-
    clarados fuera de la ley, a menos que su posición social o
    sus cualidades sobresalientes les permitan imponerse
    como «grandes hombres» o como «héroes».

    El instinto sexual—o mejor dicho, los instintos sexua-
    les, pues la investigación analítica ensefia que el instinto
    sexual es un compuesto de muchos instintos parciales—se
    halla probablemente más desarrollado en el hombre que
    en los demás animales superiores y es, desde luego, en él,
    mucho más constante, puesto que ha superado casi por
    completo la periodicidad a la cual aparece sujeto en los
    animales. Pone a la disposición de la labor cultural, gran-
    des magnitudes de energía, pues posee en alto grado, la
    peculiaridad de poder desplazar su fin sin perder grande-
    mente en intensidad. Esta posibilidad de cambiar el fin se-
    xual primitivo por otro, ya no sexual, pero psíquicamente
    afin al primero, es lo que designamos con el nombre de
    capacidad de sublimación. Contrastando con una
    tal facultad de desplazamiento, que constituye su valor
    cultural, es también susceptible, el instinto sexual, de te-
    naces fijaciones, que lo inutilizan para todo fin cultural y
    lo degeneran, conduciéndole a las llamadas anormalidades
    sexuales. La energía original del instinto sexual varía,
    probablemente, con el sujeto, e igualmente, desde luego,
    su parte susceptible de sublimación. A nuestro juicio, la
    organización congénita es la que primeramente decide qué
    parte del instinto podrá ser susceptible de sublimación en
    cada individuo; pero además, las influencias de la vida y
    la acción del intelecto sobre el aparato anímico, consiguen
    sublimar otra nueva parte. Claro está que este proceso de

    Cr ~

  • S.

    ENSÄYOS.1906-TILC

    desplazamiento no puede ser continuado hasta lo infinito,
    como tampoco puede serlo la transformación del calor en
    trabajo mecänico, en nuestras maquinarias. Para la inmen-
    sa mayoria de las organizaciones, parece imprescindible
    una cierta medida de satisfacciôn sexual directa, y la pri-
    vaciôn de esta medida, individualmente variable, se paga
    con fenémenos, que por su dafio funcional y su caracter
    subjetivo displaciente, hemos de considerar como patol6-
    gicos. .

    Aún se nos abren nuevas perspectivas al atender al
    hecho de que el instinto sexual del hombre no tiene origi-
    nariamente como fin, la reproducción, sino determinadas
    formas de la consecución de placer (1). Así se manifiesta
    efectivamente en la niñez individual, en la que alcanza tal
    consecución de placer, no sólo en los órganos genitales,
    sino también en otros lugares del cuerpo (zonas eróge-
    nas), y puede, por lo tanto, prescindir de todo otro objeto
    erótico menos cómodo. Damos a esta fase el nombre de
    estadio del autoerotismo y adscribimos a la educa-
    ción la labor de limitarlo, pues la permanencia en él, del
    instinto sexual, le haría incoercible e inaprovechable ulte-
    riormente. El desarrollo del instinto sexual pasa luego,
    del autoerotismo, al amor a un objeto, y de la autonomía
    de las zonas erógenas, a la subordinación de las mismas a
    la primacía de los genitales, puestos al servicio de la re-
    producción. En el curso de esta evolución, una parte de la
    excitación sexual emanada del propio cuerpo es inhibida
    como inaprovechable para la reproducción, y en el caso
    más favorable, conducida a la sublimación. Resulta así,
    que mucha parte de las energías utilizables para la labor
    cultural tiene su origen en la represión de los elementos
    perversos de la excitación sexual.

    (1) Cf. «Tres ensayos sobre una teoría sexual», tomo II de esta
    edición española.

    E NDS

  • S.

    PO RIO PRESS GEO ОЕ

    Atenićndonos a estas fases evolutivas del instinto
    sexual podremos distinguir tres grados de cultura: Uno,
    en el cual la actividad del instinto sexual va libremente
    mas alla dela reproduccićn; otro, en el que el instinto
    sexual queda coartado en su totalidad, salvo en la parte
    puesta al servicio de la reproducciôn; y un tercero, en fin,
    en el cual sólo la reproducción legítima es considerada y
    permitida como fin sexual. A este tercer estadio corres-
    ponde nuestra presente moral sexual «cultural».

    Tomando como nivel el segundo de estos estadios,
    comprobamos ya la existencia de muchas personas a quie-
    nes su organización no permite plegarse a las normas en
    él imperantes. Hallamos, en efecto, series enteras de in-
    dividuos, en los cuales, la citada evolución del instinto
    sexual desde el autoerotismo al amor a un objeto, con la
    reunión de los genitales como fin, no ha tenido efecto de
    un modo correcto y completo, y de estas perturbaciones
    del desarrollo, resultan dos distintas desviaciones nocivas
    de la sexualidad normal, esto es, propulsora de la cultura,
    desviaciones que se comportan entre sí como un positivo
    y un negativo. Trátase aquí—exceptuando a aquellas per-
    sonas que presentan un instinto sexual exageradamente
    intenso e indomable—de las diversas especies de per-
    versos, en los que una fijación infantil a un fin sexual
    provisional, ha detenido la primacía de la función repro-
    ductora, y en segundo lugar, de los homosexua-
    les o invertidos, еп los cuales y de un modo
    aún no explicado por completo, el instinto sexual ha que-
    dado desviado del sexo contrario. Si el daño de estas dos
    clases de perturbaciones del desarrollo es, en realidad,
    menor de lo que podría esperarse, ello se debe sin duda
    a la compleja composición del instinto sexual, que permite
    una estructuración final aprovechable de la vida sexual,
    aun cuando uno o varios componentes del instinto hayan
    quedado excluidos del desarrollo. Así, la constitución de

    PE aio

  • S.

    ENJAY05.7906-1924

    los invertidos u homosexuales se caracteriza frecuente-
    mente por una especial aptitud del instinto sexual para la
    sublimaciôn cultural.

    De todos modos, un desarrollo intenso o hasta exclu-
    sivo de las perversiones o de la homosexualidad hace
    desgraciado al sujeto correspondiente y le inutiliza so-
    cialmente, resultando asi, que ya las exigencias culturales
    del segundo grado han de ser reconocidas como una fuen-
    te de dolor para un cierto sector de la humanidad. Los
    destinos de estas personas cuya constitucion difiere de la
    de sus congéneres, son muy diversos, segün la mayor 0
    menor energia de su instinto sexual. Dado un instinto
    sexual débil, pueden los perversos alcanzar una coerciôn
    total de aquellas tendencias que les sitåan en conflicto con
    las exigencias morales de su grado de cultura. Pero éste
    es también su ünico rendimiento, pues agotan en tal inhi-
    biciôn de sus instintos sexuales todas las energias que de
    otro modo aplicarian a la labor cultural. Quedan reducidos
    a su propia lucha interior y paralizados para toda acciôn
    exterior. Se da en ellos el mismo caso que mas adelante
    volveremos a hallar al ocuparnos de la abstinencia exi-
    gida en el tercer grado cultural.

    Dado un instinto sexual muy intenso, pero perverso,
    pueden esperarse dos desenlaces. El primero, que bastará
    con enunciar, es que el sujeto permanezca perverso y
    condenado a soportar las consecuencias de su divergen-
    cia del nivel cultural. El segundo es mucho más interesan-
    te y consiste en que, bajo la influencia de la educación y
    de las exigencias sociales, se alcanza, sí, una cierta inhi-
    bición de los instintos perversos, pero una inhibición que
    en realidad no logra por completo su fin, pudiendo califi-
    carse de inhibición frustrada. Los instintos sexuales coar-
    tados no se exteriorizan ya, desde luego, como tales—y
    en esto consiste el éxito parcial del proceso inhibitorio—
    pero sí en otra forma igualmente nociva para el individuo

    Sa

  • S.

    PROF.Z.FLEUD

    y que le inutiliza, para toda labor social, tan en absoluto
    como le hubiera inutilizado la satisfacciôn inmodificada de
    los instintos inhibidos. En esto último consiste el fracaso
    parcial del proceso, fracaso que a la larga, anula el éxito.
    Los fenómenos sustitutivos provocados en este caso, por
    la inhibición de los instintos, constituyen aquello que
    designamos con el nombre de nerviosidad, y más espe-
    cialmente, con el de psiconeurosis. Los neuróticos son
    aquellos hombres que poseyendo una organización desfa-
    vorable, llevan a cabo, bajo el influjo de las exigencias
    culturales, una inhibición aparente y en el fondo fracasa-
    da, de sus instintos y que, por ello, sólo con un enorme
    gasto de energías y sufriendo un continuo empobreci-
    miento interior, pueden sostener su colaboración en la
    obra cultural o tienen que abandonarla temporalmente,
    por enfermedad. Calificamos a las neurosis, de «negativo»
    de las perversiones, porque contienen, en estado de «re-
    presión» las mismas tendencias, las cuales, después del
    proceso represor, continúan actuando desde lo incons-
    ciente.

    La experiencia enseña, que para la mayoría de los
    hombres, existe una frontera, más allá de la cual, no pue-
    de seguir su constitución las exigencias culturales. Todos
    aquellos que quieren ser más nobles de lo que su consti-
    tución les permite, sucumben a la neurosis. Se encontra-
    rían mejor si les hubiera sido posible ser peores. La afir-
    mación de que la perversión y la neurosis se comportan
    como un positivo y un negativo, encuentra, con frecuen-
    cia, una prueba inequívoca en la observación de sujetos
    pertenecientes a una misma generación. No es raro encon-
    trar una pareja de hermanos en la que el varón es un per-
    verso sexual y la hembra, dotada, como tal, de un instinto
    sexual más débil, una neurótica, pero con la particularidad
    de que sus síntomas expresan las mismas tendencias que
    las perversiones del hermano, más activamente sexual.

    Léa i

  • S.

    BONS a Yo: a. 0090/6 s 1 MIA

    Correlativamente, en muchas familias, son los hombres
    sanos, pero inmorales hasta un punto indeseable, y las
    mujeres, nobles y refinadas, pero gravemente nerviosas.

    Una de las más evidentes injusticias sociales es la de
    que el «standard» cultural exija de todas las personas la
    misma conducta sexual, que, fácil de observar para aque-
    llos cuya constitución se lo permite, impone a otros los
    más graves sacrificios psíquicos. Aunque claro está, que
    esta injusticia queda eludida en la mayor parte de los
    casos, por la transgresión de los preceptos morales.

    Hasta aquí, hemos desarrollado nuestras observacio-
    nes refiriéndonos a las exigencias planteadas al individuo
    en el segundo de los grados de cultura por nosotros su-
    puestos, en el cual sólo quedan prohibidas las actividades
    sexuales llamadas perversas, concediéndose, en cambio,
    amplia libertad, al comercio sexual considerado como nor-
    mal. Hemos comprobado, que ya con esta distribución de
    las libertades y las restricciones sexuales, queda situado
    al margen, como perverso, todo un grupo de individuos,
    y sacrificado a la nerviosidad otro, formado por aquellos
    sujetos que se esfuerzan en no ser perversos, debiéndolo
    ser por su constitución. No es ya dificil prever el resulta-
    do que habrá de obtenerse al restringir aún más la libertad
    sexual, prohibiendo toda actividad de este orden fuera del
    matrimonio legítimo, como sucede en el tercero de los
    grados de cultura antes supuestos. El número de indivi-
    duos fuertes que habrán de situarse en franca rebeldía
    contra las exigencias culturales, aumentará de un modo
    extraordinario, e igualmente, el de los débiles que en su
    conflicto entre la presión de las influencias culturales y la
    resistencia de la constitución, se refugiarán en la enferme-
    dad neur6tica.

    Surgen aquí tres interrogaciones: 1." Cuál es la labor
    que las exigencias del tercer grado de cultura plantean al
    individuo; 2.* Si la satisfacción sexual legítima permitida

    => 9 e

  • S.

    PPOF.8.PPE»D

    consigue ofrecer una compensación aceptable de la renun-
    cia exigida, y 3." Cuál es la proporción entre los daños
    eventuales de tal renuncia y sus provechos culturales.

    La respuesta a la primera cuestión roza un problema
    varias veces tratado ya y cuya discusión no es posible
    agotar aquí: el problema de la abstinencia sexual. Lo que
    nuestro tercer grado de cultura exige al individuo es, en
    ambos sexos, la abstinencia hasta el matrimonio o hasta el
    fin de la vida para aquellos que no lo contraigan. La afir-
    mación, grata a todas las autoridades, de que la abstinen-
    cia sexual no trae consigo daño alguno, ni es siquiera
    difícil de observar, ha sido sostenida también por muchos
    médicos. Pero no es arriesgado asegurar que la tarea de
    dominar, por medios distintos de la satisfacción, un impul-
    so tan poderoso como el del instinto sexual, es tan ardua,
    que puede acaparar todas las energías del individuo. El
    dominio por medio de la sublimación, esto es, por la des-
    viación de las fuerzas instintivas sexuales hacia fines cul-
    turales elevados, no es asequible sino a una limitada mi-
    noría, y aun a ésta, sólo temporalmente, y con máxima
    dificultad durante la fogosa época juvenil. La inmensa
    mayoría sucumbe a la neurosis o sufre otros distintos
    daños. La experiencia demuestra que la mayor parte de
    las personas que componen nuestra sociedad no poseen
    el temple constitucional necesario para la labor que plan-
    tea la observación de la abstinencia. Aquellos que hubie-
    ran enfermado dada una menor restricción sexual, enfer-
    man antes y más intensamente bajo las exigencias de
    nuestra moral sexual cultural contemporánea, pues contra
    la amenaza de la tendencia sexual normal por disposicio-
    nes defectuosas o trastornos del desarrollo, no conocemos
    garantía más segura que la misma satisfacción sexual.
    Cuanto mayor es la disposición de una persona a la neu-
    rosis, peor soporta la abstinencia, toda vez que los ins-
    tintos parciales que se substraen al desarrollo normal antes

    c Wc

  • S.

    E«4541«0«5.1906-1924

    descrito, se hacen, al mismo tiempo, tanto mås incoerci-
    bles. Pero también aquellos sujetos que bajo las exigen-
    cias del segundo grado de cultura hubieran permanecido
    sanos, sucumben aqui a la neurosis en gran número, pues
    la prohibicién eleva considerablemente el valor psiquico
    de la satisfaccion sexual. La libido estancada se hace apta
    para percibir alguno de los puntos débiles que jamås faltan
    en la estructura de una «vita sexualis> y se abre paso,
    por él, hasta la satisfacciôn sustitutiva neurôtica, en forma
    de sintomas patolôgicos. Aprendiendo a penetrar en la
    condicionalidad de las enfermedades nerviosas, se adquie-
    re pronto la convicciôn de que su incremento en nuestra
    sociedad moderna, procede del aumento de las restriccio-
    nes sexuales.

    Tócanos examinar, ahora, la cuestión de si el comercio
    sexual dentro del matrimonio legítimo puede ofrecer una
    compensación total de la restricción sexual anterior al mis-
    mo. El material en que fundamentar una respuesta nega-
    tiva se nos ofrece tan abundante, que sólo muy sintética-
    mente podremos exponerlo. Recordaremos, ante todo,
    que nuestra moral sexual cultural restringe también el co-
    mercio sexual aun dentro del matrimonio mismo, obligan-
    do a los cónyuges a satisfacerse con un número por lo ge-
    neral muy limitado de concepciones. Por esta circunstan-
    cia, no existe tampoco, en el matrimonio, un comercio
    sexual satisfactorio más que durante algunos años, de los
    cuales habrá que deducir, además, aquellos períodos en
    los que la mujer debe ser respetada por razones higiéni-
    cas. Al cabo de estos tres, cuatro o cinco años, el matri-
    monio falla por completo en cuanto ha prometido la satis-
    facción de las necesidades sexuales, pues todos los me-
    dios inventados hasta el día para evitar la concepción
    disminuyen el placer sexual, repugnan a la sensibilidad de
    los cónyuges o son directamente perjudiciales para la sa-
    lud. El temor a las consecuencias del comercio sexual

    SMS

  • S.

    PPOP.F.FPE»D

    hace desaparecer primero la ternura fisica de los esposos
    y más tarde, casi siempre, también la mutua inclinaciôn
    psiquica destinada a recoger la herencia de la intensa pa-
    siön inicial. Bajo la desilusiôn animica y la privaciôn cor-
    poral que es asi el destino de la mayor parte de los matri-
    monios, se encuentran de nuevo transferidos los cónyuges
    al estado anterior a su enlace, pero con una ilusión menos
    y sujetos de nuevo a la tarea de dominar y desviar su ins-
    tinto sexual. No hemos de entrar a investigar en qué me-
    dida lo logra el hombre llegado a plena madurez; la expe-
    riencia nos muestra que hace uso frecuente de la parte de
    libertad sexual que aun el más riguroso orden sexual le
    concede, si bien en secreto y a disgusto. La «doble» mo-
    ral sexual existente para el hombre en nuestra sociedad,
    es la mejor confesión de que la sociedad misma que ha
    promulgado los preceptos restrictivos no cree posible su
    observancia.

    Por su parte, las mujeres, que en calidad de substra-
    tos propiamente dichos de los intereses sexuales de los
    hombres, no poseen sino en muy escasa medida, el don
    de la sublimación y para las cuales sólo durante la lactan-
    cia pueden constituir los hijos una substitución suficiente
    del objeto sexual; las mujeres, repetimos, llegan a con-
    traer, bajo el influjo de las desilusiones aportadas por la
    vida conyugal, graves neurosis, que perturban duradera-
    mente su existencia. Bajo las actuales normas culturales, el
    matrimonio ha cesado de ser, hace mucho tiempo, el reme-
    dio general de todas las afecciones nerviosas de la mujer.
    Los médicos sabemos ya, por el contrario, que para «sopor-
    tar» el matrimonio han de poseer las mujeres una gran sa-
    lud, y tratamos de disuadir a nuestros clientes, de con-
    traerlo con jóvenes que ya de solteras han dado muestras
    de nerviosidad. Inversamente, el remedio de la nerviosi-
    dad originada por el matrimonio sería la infidelidad conyu-
    gal. Pero cuanto más severamente educada ha sido una

    >= 49 ー

  • S.

    ENIÄYOI.1906-1984

    mujer y mäs seriamente se ha sometido a las exigencias
    de la cultura, tanto mäs temor le inspira este recurso, y
    en su conflicto entre sus deseos y sus deberes, busca un
    refugio en la neurosis. Nada protege tan seguramente su
    virtud como la enfermedad. El matrimonio, ofrecido como
    perspectiva consoladora al instinto sexual del hombre cul-
    to durante toda la juventud, no llega, pues, a constituir si-
    quiera una soluciôn durante su tiempo. No digamos ya a
    compensar la renuncia anterior.

    Aun reconociendo estos perjuicios de la moral sexual
    cultural, se puede todavia responder a nuestra tercera in-
    terrogaciôn, alegando que las conquistas culturales consi-
    guientes a una tan severa restricciôn sexual, compensan
    e incluso superan tales perjuicios individuales, que en de-
    finitiva, s⑥lo llegan a alcanzar cierta gravedad en una limi-
    tada minoría. Por mi parte, me declaro incapaz de esta-
    blecer aqui un balance de pérdidas y ganancias. Sélo po-
    dria aportar atin numerosos datos para la valoraciôn de las
    pérdidas. Volviendo al tema, antes iniciado, de la absti-
    nencia, he de afirmar, que la misma trae aún consigo
    otros perjuicios diferentes de las neurosis, las cuales inte-
    gran, además, mucha mayor importancia de la que en ge-
    neral se les concede.

    La 'demora del desarrollo y de la actividad sexuales a
    la que aspiran nuestra educación y nuestra cultura, no
    trae consigo, en un principio, peligro alguno e incluso cons-
    tituye una necesidad si tenemos en cuenta cuán tarde co-
    mienzan los jóvenes de nuestras clases ilustradas a valér-
    selas por sí mismos y a ganar su vida, circunstancia en
    que se nos muestra, además, la íntima relación de todas
    nuestras instituciones culturales y la dificultad de modifi-
    car alguno de sus elementos sin atender a los restantes.
    Pero pasados los veinte años, la abstinencia no está ya
    exenta de peligros para el hombre y cuando no conduce a
    la nerviosidad, trae consigo otros distintos daños. Suele

    hp

  • S.

    DUDES 4 Spa LV IA TO ER a OD

    decirse, que la lucha con el poderoso instinto sexual y la
    necesaria acentuacion en ella, de todos los poderes ćticos
    y estéticos de la vida anímica, «aceran» el carácter. Esto
    es exacto para algunas naturalezas favorablemente orga-
    nizadas. Así mismo, ha de concederse que la diferencia-
    ción de los caracteres individuales, tan acentuada hoy en
    día, ha sido hecha posible por la restricción sexual. Pero
    en la inmensa mayoría de los casos, la lucha contra la
    sensualidad agota las energías disponibles del carácter, y
    ello en una época en la que el joven precisa de todas sus
    fuerzas, para conquistar su participación y su puesto en la
    sociedad. La relación entre la sublimación posible y la ac-
    tividad sexual necesaria oscila, naturalmente, mucho,
    según el individuo e incluso según la profesión. Un artista
    abstinente es algo apenas posible. Por el contrario, no
    son nada raros los casos de abstinencia entre los jóvenes
    consagrados a una disciplina científica. Estos últimos pue-
    den extraer de la abstinencia nuevas energías para el es-
    tudio. En cambio, el artista hallará en la actividad sexual,
    un excitante de la función creadora. En general, tengo la
    impresión de que la abstinencia no contribuye a formar
    hombres de acción, enérgicos e independientes, ni pensa-
    dores originales, o valerosos reformadores, sino más bien
    honradas medianías que se sumergen luego en la gran
    masa, acostumbrada a seguir, con cierta resistencia, los
    impulsos iniciados por individuos enérgicos.

    En los resultados de la lucha por la abstinencia se re-
    vela también la conducta voluntariosa y rebelde del ins-
    tinto sexual. La educación cultural no tendería quizá sino
    a su coerción temporal, hasta el matrimonio, con la inten-
    ción de dejarlo luego libre, para servirse de él. Pero con-
    tra el instinto tienen más éxito las medidas extremas que
    las contemporizaciones. La coerción va con frecuencia de-
    masiado lejos, dando lugar a que al llegar el momento de
    conceder libertad al instinto sexual, presente éste ya

    Ål ය.

  • S.

    ENsÄyos.lYOS-1924

    dafios duraderos, resultado al que no se tendia cierta-
    mente. De aqui que la completa abstinencia durante la ju-
    ventud no sea, para el hombre, la mejor preparaciôn al
    matrimonio. Así lo sospechan las mujeres y prefieren
    entre sus pretendientes, aquellos que han demostrado ya,
    con otras mujeres, su masculinidad. Los perjuicios de la
    severa abstinencia exigida a las mujeres antes del matri-
    monio son especialmente evidentes, La educación no debe
    de considerar nada fácil la labor de coartar la sensualidad
    de la joven hasta su matrimonio, pues recurre, para ello, a
    los medios más poderosos. No sólo prohibe el comercio
    sexual y ofrece elevadas primas a la conservación de la
    inocencia, sino que trata de evitar a las adolescentes toda
    tentación, manteniéndolas en la ignorancia del papel que
    les está reservado y no tolerándolas impulso amoroso al-
    guno que no pueda conducir al matrimonio. El resultado
    es que las muchachas, cuando de pronto se ven autoriza-
    das a enamorarse por las autoridades familiares, no llegan
    a poder realizar la función psíquica correspondiente y van
    al matrimonio sin la seguridad de sus propios sentimien-
    tos. A consecuencia de la demora artificial de la función
    erótica, sólo desilusiones procuran al hombre que ha aho-
    rrado para ellas todos sus deseos. Sus sentimientos aní-
    micos permanecen aún ligados a sus padres, cuya autori-
    dad creó en ellas la coerción sexual, y su conducta corpo-
    ral adolece de frigidez, con lo cual queda el hombre
    privado de todo placer sexual intenso. Ignoro si el tipo de
    mujer anestésica existe fuera de nuestras civilizaciones,
    aunque lo creo muy probable, pero lo cierto es que nues-
    tra educación cultural se esfuerza precisamente en culti-
    varlo, y estas mujeres, que conciben sin placer, no se
    muestran muy dispuestas a parir frecuentemente con
    dolor. Resulta, así, que la preparación al matrimonio no
    consigue sino hacer fracasar los fines del mismo. Más
    tarde, cuando la mujer vence ya la demora artificialmente

    — 48 —

  • S.

    PFAF.«5.FXE»D

    impuesta a su desarrollo sexual, llega a la cima de su
    existencia femenina y siente despertar en ella la plena ca-
    pacidad de amar, se encuentra con que las relaciones con-
    yugales se han enfriado hace ya tiempo, y como premio a
    su docilidad anterior le queda la eleccién entre el deseo
    insatisfecho, la infidelidad o la neurosis.

    La conducta sexual de una persona constituye el p ro -
    totipo de todas sus demås reacciones. A aquellos
    hombres que conquistan enérgicamente su objeto sexual
    les suponemos anåloga energia en la persecuciôn de otros
    fines. En cambio, aquellos que por atender a toda clase
    de consideraciones, renuncian a la satisfacción de sus po-
    derosos instintos sexuales, serán, en los demás casos,
    más conciliadores y resignados que activos. En las muje-
    res, puede comprobarse fácilmente un caso especial de
    este principio de la condición prototípica de la vida sexual
    con respecto al ejercicio de las demás funciones. La edu-
    cación les prohibe toda elaboración intelectual de los pro-
    blemas sexuales, los cuales les inspiran siempre máxima
    curiosidad, y las atemoriza con la afirmación de que tal
    curiosidad es poco femenina y denota una disposición vi-
    ciosa. Esta intimidación coarta su actividad intelectual y
    rebaja en su ánimo el valor de todo conocimiento, pues la
    prohibición de pensar se extiende más allá de la esfera
    sexual, en parte a consecuencia de relaciones inevitables
    y en parte automáticamente, proceso análogo al que pro-
    vocan los dogmas en el pensamiento del hombre religioso
    o las ideas dinåsticas en el de los monárquicos incondicio-
    nales. No creo que la antítesis biológica entre trabajo inte-
    lectual y actividad sexual explique la «debilidad mental
    fisiológica» de la mujer, como pretende Moebius en su
    discutida obra. En cambio, opino que la indudable inferio-
    ridad intelectual de tantas mujeres, ha de atribuirse a la
    coerción mental necesaria para la coerción sexual.

    Al tratar de la abstinencia, no se suele distinguir sufi-

    Ea

  • S.

    E«84708.7906·1924

    cientemente dos formas de la misma. La abstenciôn de
    toda actividad sexual en general y la abstenciôn del co-
    mercio sexual con el sexo contrario. Muchas personas que
    se vanaglorian de su abstinencia, no la mantienen, quizä,
    sino con el auxilio de la masturbacién o de pråcticas anå-
    logas relacionadas con las actividades sexuales autoerôti-
    cas de la primera infancia. Pero precisamente a causa de
    esta relaciôn no son tales medios sustitutivos de satisfac-
    ciôn sexual, nada inofensivos, pues crean una disposiciôn
    a aquellas numerosas formas de neurosis y psicosis, que
    tienen por condiciôn la regresiôn de la vida sexual a sus
    formas infantiles. Tampoco la masturbacién corresponde
    a las exigencias ideales de la moral sexual cultural y pro-
    voca en el ánimo de los jóvenes, aquellos mismos conflic-
    tos con el ideal educativo a los que intentaban substraerse
    por medio de la abstinencia. Ademås, pervierte el caråc-
    ter en más de un sentido, haciéndole adquirir håbitos per-
    judiciales, pues en primer lugar, y conforme a la con-
    diciôn prototipica de la sexualidad, le acostum-
    bra a alcanzar fines importantes sin esfuerzo alguno, por
    caminos fáciles y no mediante un intenso desarrollo de
    energía, y en segundo, eleva el objeto sexual, en las fan-
    tasías concomitantes a la satisfacción, a perfecciones difi-
    ciles de hallar luego en la realidad. De este modo, ha
    podido proclamar un ingenioso escritor (Karl Kraus) invir-
    tiendo los términos, que «el coito no es sino un subrogado
    insuficiente del onanismo».

    La severidad de las normas culturales y la dificultad de
    observar la abstinencia han coadyuvado a concretar esta
    última en la abstención del coito con personas de sexo
    distinto y a favorecer otras prácticas sexuales, equivalen-
    tes, por decirlo así, a una semiobediencia. Dado que el co-
    mercio sexual normal es implacablemente perseguido por la
    moral—y también por la higiene, a causa de la posibilidad
    de contagio—han aumentado considerablemente en im-

    NEC:

  • S.

    PPOF.F.PEBUD

    portancia social, aquellas pråcticas sexuales entre indivi-
    duos de sexo diferente a las que se da el nombre de per-
    versas y en las cuales es usurpada por otras partes del
    cuerpo, la funciôn de los genitales. Pero estas pråcticas
    no pueden ser consideradas tan inocuas como otras anålo-
    gas transgresiones cometidas en el comercio sexual; son
    condenables desde el punto de vista ético, puesto que
    convierten las relaciones erôticas entre dos seres, de algo
    muy fundamental, en un cômodo juego sin peligro ni par-
    ticipaciôn animica. Otra de las consecuencias de la restric-
    ciön de la vida sexual normal, ha sido el incremento de la
    satisfaccion homosexual. A todos aquellos que ya son ho-
    mosexuales por su organizacién o han pasado a serlo en
    la nifiez, viene a agregarse un gran nûmero de individuos
    de edad adulta, cuya libido, viendo obstaculizado su curso
    principal, deriva por el canal secundario homosexual.
    Todas estas secuelas inevitables e indeseadas de la
    abstinencia impuesta por nuestra civilizacion confluyen en
    una consecuencia común, consistente en trastornar funda-
    mentalmente la preparación al matrimonio, el cual había
    de ser, no obstante, según la intención de la moral sexual
    cultural, el único heredero de las tendencias sexuales.
    Todos aquellos hombres que a consecuencia de prácticas
    sexuales onanistas o perversas, han enlazado su libido a
    situaciones y condiciones distintas de las normales, des-
    arrollan en el matrimonio una potencia disminuida. Igual-
    mente, las mujeres que sólo mediante tales ayudas han
    conseguido conservar su virginidad, muestran en el ma-
    trimonio, una anestesia total para el comercio sexual nor-
    mal. Estos matrimonios, en los que ambos cónyuges ado-
    lecen ya, desde un principio, de una disminución de sus fa-
    cultades eróticas, sucumben mucho más rápidamente al
    proceso de disolución. A causa de la escasa potencia del
    hombre, la mujer queda insatisfecha y permanece anesté-
    sica aun en aquellos casos en que su disposición a la fri-

    PET A

  • S.

    BiN STA ‏א |. ₪8 0 א‎ 9 6 ES BD 9555».

    81062, obra de la educación, hubiera cedido a la acción de
    intensas experiencias sexuales. Para tales parejas resulta
    aún más difícil que para las sanas, evitar la concep-
    ción, pues la potencia disminuida del hombre soporta mal
    el empleo de medidas preventivas. En esta perplejidad, el
    comercio conyugal queda pronto interrumpido, como fuen-
    te de preocupaciones y molestias, y abandonado, así, el
    fundamento de la vida matrimonial.

    Todas las personas peritas en estas materias habrán
    de reconocer que no exagero lo más mínimo, sino que me
    limito a describir hechos comprobables en todo momento.
    Para los no iniciados ha de resultar increíble lo raro que es
    hallar en los matrimonios situados bajo el imperio de nues-
    tra moral sexual cultural, una potencia normal del marido
    y lo frecuente, en cambio, de la frigidez de la mujer. No sos-
    pechan, ciertamente, cuántos renunciamientos trae con-
    sigo, a veces para ambas partes, el matrimonio, ni a lo que
    queda reducida la felicidad de la vida conyugal, tan apa-
    sionadamente deseada. Ya indicamos, que en tales cir-
    cunstancias, el desenlace más próximo es la enfermedad
    nerviosa. Describiremos ahora en qué forma actüa un tal
    matrimonio sobre el hijo ünico o los pocos hijos de él na-
    cidos. A primera vista, nos parece encontrarnos en estos
    casos, ante una transferencia hereditaria, que detenida-
    mente examinada, resulta no ser sino el efecto de intensas
    impresiones infantiles. La mujer no satisfecha por su ma-
    rido y a consecuencia de ello, neurótica, hace objeto a sus
    hijos, de una exagerada ternura, atormentada por cons-
    tantes zozobras, pues concentra en ellos su necesidad de
    amor y despierta en ellos una prematura madurez sexual.
    Por otro lado, el desacuerdo reinante entre los padres ex-
    cita la vida sentimental del niño y le hace experimentar,
    yaenla más tierna edad, amor, odio y celos. Luego, la
    severa educación, que no tolera actividad alguna a esta
    vida sexual tan tempranamente despertada, interviene

    ー ④⑨ 一 4

  • S.

    DEOF·I.PEEUD

    como poder represor y el conflicto surgido asi en edad
    tan tierna del sujeto integra todos los factores precisos
    para la causacién de una nerviosidad que ya no le aban-
    donarä en toda su vida.

    Vuelvo ahora a mi afirmaciôn anterior de que al juzgar
    las neurosis, no se les concede, por lo general, toda su
    verdadera importancia. Al hablar asi, no me refiero a aque-
    Па equivocada apreciaciôn de estos estados, que se mani-
    fiesta en un descuido absoluto por parte de los familiares
    del enfermo y en las seguridades eventualmente dadas
    por los médicos, de que unas cuantas semanas de trata-
    miento hidroteråpico o algunos meses de reposo conse-
    guiran dar al traste con la enfermedad. Esta actitud no es
    adoptada hoy en dia, más que por gentes ignorantes, sean
    0 no médicos, o tiende tan s⑥lo a procurar al paciente un
    consuelo de corta duraciôn. Por lo general, se sabe ya,
    que una neurosis crônica, si bien no destruye por comple-
    to las facultades del enfermo, representa para él una pe-
    sada carga, tan pesada, quizå, como una tuberculosis o una
    enfermedad del corazón. Aún podríamos darnos en cierto
    modo por conformes, si las neurosis se limitaran a excluir
    de la labor cultural, a un cierto número de individuos, de
    todos modos débiles, consintiendo participar en ella a los
    demás, al precio, sólo, de algunas molestias subjetivas.
    Pero lo que sucede, y a ello se refiere precisamente mi
    afirmación inicial, es que la neurosis, sea cualquiera el
    individuo a quien ataque, sabe hacer fracasar, en toda la
    amplitud de su radio de acción, la intención cultural, eje-
    cutando, así, la labor de las fuerzas anímicas enemigas de
    la cultura y por ello reprimidas. De este modo, si la socie-
    dad paga con un incremento de la nerviosidad, la docili-
    dad a sus preceptos restrictivos, no podrá hablarse de una
    ventaja social obtenida mediante sacrificios individuales,
    sino de un sacrificio totalmente inútil. Examinemos, por
    ejemplo, el caso frecuentísimo de una mujer que no quiere

  • S.

    ENöAycs.lsllö-IYLC

    a su marido porque las circunstancias que presidieron su
    enlace y la experiencia de su ulterior vida conyugal no le
    han aportado motivo alguno para quererlo, pero que de-
    searia poder amarle por ser esto lo único que corresponde
    al ideal del matrimonio en el que fué educada. Sojuzgará,
    pues, todos los impulsos que tienden a expresar la verdad
    y contradicen su ideal, y se esforzará en representar el
    papel de esposa amante, tierna y cuidadosa, Consecuen-
    cia de esta autoimposición será la enfermedad neurótica,
    la cual tomará en breve plazo, completa venganza del
    esposo insatisfactorio, haciéndole víctima de tantas mo-
    lestias y preocupaciones como le hubiera causado la fran-
    ca confesión de la verdad. Es éste uno de los ejemplos
    más típicos de los rendimientos de la neurosis. La repre-
    sión de otros impulsos no directamente sexuales, enemi-
    gos de la cultura, va seguida de un análogo fracaso de la
    compensación. Así, un individuo que sojuzgando violenta-
    mente su inclinación a la dureza y a la crueldad, ha llega-
    do a ser extremadamente bondadoso, pierde en tal proce-
    so, muchas veces, tan gran parte de sus energías, que no
    llega a poner en obra todo lo correspondiente a sus im-
    pulsos compensadores y hace, en definitiva, menos bien
    del que hubiera hecho sin yugular sus tendencias consti-
    tucionales.

    Agregaremos adn, que al limitar la actividad sexual de
    un pueblo se incrementan en general el temor a la vida y
    el miedo a la muerte, factores que perturban la capacidad
    individual de goce, suprimen la disposición individual a
    arrostrar la muerte por la consecuciôn de un fin, disminu-
    yen el deseo de engendrar descendencia y excluyen, en
    fin, al pueblo o al grupo de que se trate, de toda partici-
    paciôn en el porvenir. Ante estos resultados, habremos
    de preguntarnos si nuestra moral sexual cultural vale la
    pena del sacrificio que nos impone, sobre todo si no nos
    hemos libertado atin suficientemente del hedonismo para

    M

  • S.

    »so-I ö. RAE-so
    no integrar entre los fines de nuestra evolución cultural
    una cierta dosis de felicidad individual. No es, ciertamen-
    te, labor del médico, la de proponer reformas sociales,
    pero he creído poder apoyar su urgente necesidad am-
    pliando la exposición hecha por Ehrenfels, de los daños
    imputables a nuestra moral sexual cultural, con la indica-
    ción de su responsabilidad en el incremento de la nervio-

    sidad moderna.